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Desde hace años esta ciudad está casi cerrada por derribo. Un famoso cruce de caminos por donde efectivamente se cruza, pero no se para. Literalmente se traspasa, porque cada vez más se pasa de largo de ella, es invisible. La denominada capital del Besaya hace ... demasiado tiempo que agoniza.
Torrelavega, capital de la realidad virtual. Porque todo parece, pero nada es. Sus calles, plazas y bulevares, salvo en el espejismo navideño y patronal, son un territorio fantasma. Deambular por ella es una verdadera pena. Un panorama interminable de escaparates huérfanos, de carteles con «se vende», «traspasa» o directamente sin nada que lo identifique, posiblemente porque ya no hay esperanza de ocupación —por supuesto legal y productiva–. En no pocas ocasiones te topas con un folio sobre la puerta del local donde se agradece a los clientes los muchos años de fidelidad, justificando el cierre ante la imposibilidad de aguantar y sostener el negocio.
Una ciudad sin proyecto, más allá de lo que ahora se denomina relato, y que podríamos acompañar con el adjetivo de electoral. Muchas de las promesas ni tan siquiera son atractivas —ya es triste ni saber comprometerse bien–. Sin embargo, en muchos casos el trampantojo sigue funcionando. La anestesia ciudadana, que los partidos han logrado o comprado con un clientelismo cómplice, hace que se escuche y pronuncie sin sonrojo todo tipo de maná venidero, en un territorio donde desde hace demasiado ni tan siquiera se sabe gestionar el presente.
No sé si será cosa mía, pero si recopilamos todos los empleos comprometidos y dados por hecho en esta vega del Besaya, la ciudad sería ya una metrópoli, rivalizando con la Roma clásica. No por las ruinas, sino por la población. Una avalancha de puestos de trabajo inexistentes, que son en realidad un agravio contra la inteligencia ciudadana y que tan sólo se sostienen por la imperiosa necesidad humana de agarrarse a un clavo ardiendo.
Torrelavega es un territorio menguante a pasos agigantados, jibarizándose a medida que pasa el tiempo, donde el futuro para los jóvenes pasa por la estación de Renfe o Parayas. Lo único grande ya de la ciudad son las superficies comerciales, que se alejan del centro, como las olas del estanque, para facilitar las compras a los municipios vecinos, huyendo de un comercio interior y local que sobrevive, o no, a duras penas.
Pero no todo es un drama en la «ciudad del rublo». Si de algo podemos presumir es de tender puentes, literalmente. Será por puentes. Sólo entre Reocín y Solvay hay más de diez puentes sobre el Saja. Puentes de todo tipo y condición: de autovía y peatonales, de piedra y hormigón, con sentido y absurdos. «Los puentes de Torlavega», que gran filme. Clint Eastwood aún se arrepiente de haber acudido a Madison, habiendo podido «torrelaveganizarse» en la Venecia del norte ibérico.
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