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Hace décadas, disfrutamos de la tranquilidad que nos aportaba escuchar logros, avances y consecuciones presuntamente alcanzadas por los políticos de turno, exclusivamente en el corto período de las campañas electorales. Pero los tiempos cambian, y con notable celeridad –con la misma que vivimos cómo las ... ruedas de prensa se adueñaban de la agenda periodística diaria– se fue imponiendo el modelo de lo que podríamos denominar 'mítin continuo', consistente en que la matraca de supuestos éxitos se fue extendiendo fuera del período preelectoral, hasta convertirse en un discurso cotidiano. En esta realidad vivimos hoy plenamente instalados, con pomposas declaraciones de una parte, y réplicas sucesivas de todas las demás, no ya cada día, sino casi cada minuto, difundidas de inmediato por cortesía de la sociedad de la información.
Desde hace un tiempo, ha aparecido un nuevo fenómeno en la tabarra política: el de hacer la pelota al líder nacional en todo momento y lugar, y desde cualquier atalaya pública, incluyendo las institucionales. No hay declaración de portavoz autorizado –no digamos ya si ostenta cargo, desde el más modesto a lo más alto del escalafón– que no incluya la loa de rigor, generalmente desmesurada, hacia su gran jefe.
Ninguna formación, ninguna, es ajena a esta moda del peloteo político, que tiene su origen en el hecho de que todos los partidos, todos, presentan una estructura muy alejada de un modelo democrático, con un líder todopoderoso que da y quita, nombra o cesa, a su antojo. Famosa es la frase de Alfonso Guerra «el que se mueve no sale en la foto». Hoy, el que se mueve y/o discrepa, acaba directamente en la calle. Los partidos políticos se han convertido en agencias de colocación, y por ello hay que ganar puntos, como sea, ante el principal. No alabar suficientemente la grandeza del jefe, bien gobernando o haciendo oposición, puede resultar fatal.
En clave cántabra: la anterior delegada del Gobierno fue cesada, presuntamente, por no alabar suficientemente al inquilino de La Moncloa. Por si acaso, su sucesora se apresuró a dedicar buena parte del discurso –¿institucional?– de su toma de posesión a enmendar tal negligencia.
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