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En nuestra sociedad hace frío; las relaciones humanas no son cálidas; predomina la indiferencia. Muchos de nuestros vínculos sociales son poco sólidos y con frecuencia impersonales; suelen basarse en el seco intercambio funcional propio de la relación comercial o profesional. Y somos poco cordiales con ... los otros: tenemos un déficit de amabilidad.
Voy al médico y tengo la sensación de que en ningún momento me ha mirado la cara, un colega no me saluda, un alumno no me devuelve los buenos días, y un vecino me ignora. En demasiadas ocasiones siento que soy un número para las organizaciones burocráticas: el hospital, la universidad, el ayuntamiento... Con frecuencia percibo que me tratan como si fuera un ser sin rostro y sin alma. Esta situación la observo en muchos ámbitos: en el trabajo, en la administración, en el comercio, en las comunidades de vecinos, en la calle... A veces pienso que el último reducto del calor se encuentra en la familia (sí, también en los amigos). Por supuesto, los culpables no siempre son los otros, en algunos casos el desencuentro se produce por nuestra responsabilidad; sí, la relación humana es cosa de dos.
Es comprensible que en ocasiones respondamos de forma tajante e incluso hosca: todos tenemos un mal día o una circunstancia provoca que no estemos del mejor humor; también podemos pasar una mala época. Como consecuencia, el malestar interior, la preocupación, la frustración, provoca que interactuemos de forma desconsiderada con las personas que están a nuestro lado. Esta circunstancia singular es disculpable; el problema se encuentra cuando esa forma de comportamiento es habitual en un individuo, y la gravedad es máxima si ese tipo de actuación es el rasgo común de una sociedad. En el primer caso la persona tiene alguna patología o es maleducada; cuando nos referimos a una sociedad-cultura habría que hablar de ausencia de valores sociales y, también, de un estilo de vida no armónico: en nuestro proyecto socio-cultural predominan las prisas, el individualismo y el materialismo.
Efectivamente, lo fundamental son las relaciones humanas. Un profesional del sistema sanitario me indica que lo más ingrato de su trabajo diario son las relaciones con jefes-burócratas, con algunos colegas y con ciertos pacientes. Me confiesa: «Hay demasiada gente a la que le falta educación, consideración, respeto…, que exige mucho y no se pone en el lugar del profesional». Por el contrario, las mayores satisfacciones las encuentra cuando puede ayudar a un paciente y este, o su familia, le da las gracias. Comentarios semejantes se los escucho a un profesor, a un guardia civil y a la cajera de un supermercado.
¿Cuándo se darán cuenta los responsables de las organizaciones, y también los que educan en valores –padres y profesores–, de que fomentar unas buenas relaciones sociales es la receta del éxito de la organización y de los grupos humanos? Es sabido: el factor clave del bienestar en el trabajo no es el sueldo ni el prestigio profesional, lo que más apreciamos y nos influye es el buen ambiente, las buenas relaciones. Y también se ha demostrado que la satisfacción laboral repercute en la productividad: cuando estamos contentos en una actividad le ponemos más interés y faltamos menos al trabajo.
La sociedad actual, la sociedad técnica de la producción-consumo de masas, olvida al ser humano por pensar en términos de eficiencia y de objetivos numéricos. Lo material, y la ganancia, no dejan ver a lo emocional. Lo inmediato impide la contemplación, y la reflexión pasa a un segundo plano. Como consecuencia, cada vez son más graves los problemas de soledad, de falta de integración social, de ausencia de referencias y de proyectos vitales sólidos.
En la gran urbe, los individuos aislados y solos (bastantes ensimismados con unos auriculares o con el teléfono), que caminan en medio de la muchedumbre, tienen un rostro serio, andan sin ver, no atienden a las otras personas ni al paisaje.
El cambio social y cultural que muchos han propuesto, es educar a la población para, entre todos, construir un mundo más amigable, donde las relaciones sociales sean amables. No se puede olvidar: el calor humano produce seguridad, confianza y bienestar.
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