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Keynes señalaba hace cien años que el efecto de la Primera Guerra Mundial había sido una menor disponibilidad de la gente a renunciar al consumo presente para dedicar esos recursos a inversión. Dicho de otro modo, sacrificar presente para crear futuro. Esto, que en Occidente ... era problema, en la Rusia soviética dejó de serlo: ya se encargaba el Partido de limitar el consumo para financiar los planes quinquenales en industria y agricultura. Pero el procedimiento paramilitar naufragó. Hace poco he leído una entrevista con el filósofo marxista húngaro Georg Lukacs, realizada en enero de 1971, año de su fallecimiento. Lukacs se quejaba de que, en un país agrícola como Hungría, las panaderías estatales fabricasen un pan tan malo en Budapest, y proponía que se encomendara la tarea a dos o tres cooperativas de panaderos. Lukacs había sido un revolucionario notorio ya desde 1919 y resulta que en 52 años el comunismo tenía la bomba atómica y astronautas en órbita, pero de la panadería… mejor no hablar.
Hace ahora veinte años que el historiador francés François Hartog desarrolló su teoría de los 'regímenes de historicidad'. Esta expresión puede sonar a chino, pero indica sencillamente qué relación existe, en una época dada, entre pasado, presente y futuro, y quién de ellos 'manda', a la hora de orientarse. Por ejemplo, desde el siglo XVIII hasta la década de 1970, el régimen era 'futurista', es decir, el pasado y el presente estaban subordinados al futuro, con una idea de progreso que estimaba que el porvenir sería mejor. Sin embargo, desde entonces vivimos en un régimen cortoplacista, muy centrado en el presente. Y por eso Hartog viene hablando de 'presentismo'. (Ya la vinculación de Lukacs entre un pan en condiciones y el 'buen trabajo' obrero contenía una nota de desesperación: ¡a falta de paraíso, por lo menos un bocadillo como Dios manda!). Imagine usted una sociedad muy tradicional que siempre está mirando hacia el pasado y hacia los modelos de los ancestros, y tendrá un régimen de 'pasadismo'.
La autonomía de Cantabria fue futurista porque surgió en un momento en que toda España lo era. Había vuelto a serlo con el desarrollismo, el turismo y la invasión liberal-cinematográfica. Construir una democracia, una región institucional, europeizarse, resolver atascos crónicos: una comunidad llena de 'boomers' miraba al porvenir. Estábamos acaso con el reloj 'retrasado' frente a la época presentista occidental, y sobre todo respecto del hundimiento del comunismo a manos de los mejor informados: sus propios ciudadanos. Lo nuestro se prolongó con Maastricht y la edificación de la zona euro. En 2008 y 2009 se pensaba ya en atar los perros con longanizas.
La crisis derivada del choque financiero, sin embargo, supuso para nosotros el descubrimiento del presentismo. Desde entonces, el cortoplacismo y lo reactivo impera en la política. Y de ahí el fenómeno de la irritación y una demagogia tacticista omnipresente, que impide debatir nada con seriedad. Todo ello, agravado por el presente inmediato que imponen los nuevos medios de comunicación y que suelta las cabras mañana, tarde y noche.
En Bruselas y otras capitales esto se sabe y se ha querido ofrecer un nuevo catecismo futurista para evitar que nos vengamos abajo en el agnosticismo político total: una transición ecológica-energética; una seguridad europea en defensa, informática, criminología, alimentación e industria; un tecnofuturo de inteligencia artificial, bioingeniería y digitalización. El coronavirus chino y la cohetería rusa han ayudado sin querer a este futurismo anti-apocalíptico. Europa teme que el futuro sea peor que el pasado (cosa que en algunos temas importantes ya sucede con el presente).
En Cantabria hemos dejado muy de la mano el futuro, porque el electorado se ha hecho presentista. El precio que venimos pagando es 'llegar tarde', sensación muy extendida. Hay muchos signos de ello: desde los calendarios imposibles de nuestras grandes comunicaciones y proyectos, hasta la decadencia de parte de la industria o la flojera de nuestra inversión en I+D. Una región que va a estar formada por 'boomers' jubilados, funcionarios y parafuncionarios (empleados de servicios privados contratados para tareas de interés público), así como por 'durmientes' vizcaínos y 'ociosos' mesetarios de las segundas residencias, difícilmente se puede hacer futurista. El hábito de congregarse para aplaudir la puesta de sol será buena metáfora de lo que nos aguarda.
El futurismo requiere emprendedores, científicos y tecnólogos, creadores, planes y compromisos bien articulados, retener talento joven y atraer otro de fuera. Por fortuna, no todo está perdido; nuestro grupo de futuristas no es conjunto vacío. Personalmente creo que el futurismo volverá. En un futuro.
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