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El tiempo sujeta con promesas exóticas y con la irrupción de los desconocidos. Los ánimos de la existencia suelen calmarse en la incertidumbre y el contacto. Quién sabe dónde hallaremos la felicidad y el descanso o dónde a la persona amada. La tradición del movimiento ... convence al personal para que madrugue y salga de casa. No hay empresa más importante que el viaje. «Dejará a su padre y a su madre». El hogar puede estar siempre en otra parte.
No se educa, claro, para la repetición. Pasan los años y cambian los saberes y los sabores. Uno es niño y, de repente, llega a la universidad y asoman los primeros empleos y ese inseguro desenvolverse en la sociedad adulta. Imaginamos que la vida está pensada de esta manera y que no debe echarse demasiado de menos a nada ni a nadie. No a un aula, por ejemplo, o a un gimnasio o un campo de fútbol porque todos estos entornos se sustituyen rápidamente por otros, acaso más fértiles.
Es, por lo tanto, muy posible que yo esté mal entrenado para esta vida de intemperie y relevos inmediatos. Con mi padre y mi abuelo, comencé, hace muchísimos años -desde luego, más de treinta- a frecuentar la peluquería de caballeros Juan Antonio y Vicente, situada en la calle Amós de Escalante de Santander. En las primeras ocasiones, nos atendía Vicente, el fundador y patriarca, que me llamaba «dul» (de gandul) y «membrillo». Después, lo hicieron su yerno, Juan Antonio, y el hermano de este, Javier. Nunca he dejado de ir, ni he pisado nunca ninguna otra peluquería del mundo. La de mi familia ha sido una lealtad absoluta, sin opción a ceder a las tentaciones de la competencia.
Murió Vicente y también mi abuelo. Cuando mi padre se puso ya muy enfermo, Juan Antonio venía a casa para cortarle el pelo. Siempre con buen humor, con el desparpajo de quien ha pasado toda una vida atendiendo a los otros, compartiendo el tiempo de los otros. Nosotros agradecíamos ese paréntesis en la mala salud. Juan Antonio contaba chistes y anécdotas y todos recuperábamos el ánimo. Tras el fallecimiento de mi padre, he seguido, por supuesto, acudiendo a mi cita -más o menos mensual- con Juan Antonio y su oficio. El pasado mes de septiembre me anunció su jubilación. Estos son los últimos días de la existencia de la peluquería a la que íbamos mi abuelo, mi padre y yo; un lugar protegido del tiempo. Hasta ahora, reencontrarme varias veces al año con Juan Antonio suponía mantener el brillo de la infancia a pesar de la edad. Es obligatorio no olvidarlo. El viaje continúa.
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