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ablaré del Juicio de Paris para terminar este ciclo de tres artículos sabatinos en homenaje a la Constitución de 1978. Se trata de un mito griego que seguramente usted ha visto representado en libros o en algún museo (Rubens, Botticelli, Renoir, Cézanne). La escena es ... la siguiente: el príncipe troyano Paris debe decidir a cuál de tres diosas entrega una manzana en la que Eris, la Discordia, ha escrito la palabra 'Kallistei', es decir, 'A la más bella'. Las tres candidatas son Hera, esposa de Zeus, la cual le promete el gobierno sobre Europa y Asia; Atenea, armada divinidad de la inteligencia, que le promete sabiduría y pericia guerrera; y Afrodita, diosa del amor, que le ofrece el de la mujer más hermosa. Paris opta por Afrodita, que hace que se enamore de él Helena, esposa de rey espartano Menelao, lo cual desemboca en la Guerra de Troya.
Todas las constituciones democráticas contemporáneas se inspiran que, desconfiando de la concentración del poder en una sola instancia, aseguran la libertad mediante la división y contrapeso entre tres poderes diferentes: ejecutivo, legislativo y judicial. Pero no todas las constituciones son iguales, sino que en ellas tiende a predominar alguno de los poderes. El electorado es así un Paris que, en cada fase histórica, entrega la manzana a una u otra de las autoridades, según su percepción del mérito oportuno. El ejecutivo le promete, como Afrodita, cumplir los deseos del pueblo a través del héroe y su magnetismo personal. El legislativo propone, como Atenea, habilidad en la gestión de la ciudad y espíritu combativo en las deliberaciones. Y el judicial, como Hera, representa el apego a las normas recibidas y al sentido universalista del orden (por eso es un poder formalista, ritualista e incluso viste distinto).
Las democracias donde el poder ejecutivo surge directamente de las urnas, como Estados Unidos y Francia, marcan una fuerte impronta del gobierno personal y de lo que se ha denominado como la 'erótica del poder', reforzada por el márketing de las campañas. En cambio, las democracias orientadas por el régimen parlamentario tienen un jefe de Estado sólo ceremonial (rey o presidente); el jefe de Gobierno se debe a los diputados. Por tanto, en ellas predominan menos las personalidades que los partidos, sobre todo si, como en España (y en la autonomía o los ayuntamientos cántabros), los escaños se ocupan a partir de listas cerradas y bloqueadas. Por último, el poder judicial sólo es verdaderamente supremo en momentos de crisis y catarsis. De hecho, un excesivo protagonismo de los jueces indica una mala situación del país, que les obliga a intervenir en los problemas que deberían haberse resuelto en otros ámbitos. Cuando entra el juez, ha fallado la política.
Nuestra Constitución es parlamentaria y, por tanto, produce congénitamente un 'estado de partidos' como en Italia o Alemania, pero nuestras costumbres son presidencialistas por combinado influjo francoamericano y celtibérico, de modo que tendemos a dar primacía al poder ejecutivo. En consecuencia, aunque deberíamos esperar constitucionalmente que la manzana hubiese sido concedida en estos cuarenta años a Atenea, en realidad hemos oscilado entre Afrodita y Hera: hegemonía estadística de los egos de la Moncloa, puntuada con agudas crisis en que los togados saltaron a primer plano.
Las grandes mayorías propias o postizas disfrutadas por Felipe González de 1982 a 1993; por José Luis Rodríguez de 2004 a 2011; por José María Aznar de 1996 a 2004, y por Mariano Rajoy de 2011 a 2015, arrojan 30 años en que España ha gravitado en torno a la presidencia del Gobierno. Prueba adicional de poco 'atenismo' es que en cuatro décadas no ha habido ni un solo Gobierno central de coalición, porque no le ha hecho falta al ejecutivo llegar a tal extremo obligado por un legislativo exigente y participativo.
Si prescindimos de la intensa vida parlamentaria de la Transición que se vivió con los dos presidentes de UCD (Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo) o con las tribulaciones finales de González y Rajoy en sus trayectorias presidenciales, nunca nuestras Cortes han dado la medida de un poder determinante. Rara vez son brillantes o de altura los debates, porque no se ha creado la tradición de un parlamentarismo orgulloso de sí mismo. Se habla contra el Gobierno o a favor de él, y últimamente ni eso: sólo se tuitean eslóganes.
En la autonomía de Cantabria, hemos vivido también la pulsión incontenible de encadenar legislaturas de pasión ejecutiva, aunque el Gobierno no tuviera diputados bastantes por sí solo: transfuguismo abierto o soterrado existió al principio y hoy también. Las llamadas parlamentarias de atención a los Gobiernos en minoría rara vez surten efecto, porque los críticos pueden unirse en la crítica, pero no en una moción de censura (solo triunfó una en 36 años). Y no ha sido inhabitual la incursión episódica del poder judicial, con aquel momento señalado de la inhabilitación de Juan Hormaechea como candidato de UPCA en las elecciones de 1995.
Tanto en España como en Cantabria, pues, quizá convenga que ese dubitativo Paris que todos configuramos como cuerpo electoral conceda la manzana más a menudo a Atenea. Para ello, se necesitaría de los partidos una claridad programática mayor y más cintura negociadora y, quizá también, más vínculo votante-diputado. En la región se podría conseguir eligiendo los parlamentarios a través de 35 distritos uninominales de 15.000 electores cada uno, con doble vuelta a la francesa.
En España se podría aplicar igualmente este método, evitando la distorsión que hace que, geográficamente hablando, no tengamos en realidad 'una persona, un voto', pues para elegir un diputado del PSOE en Soria en junio 2016 solo se precisaron 12.700 sufragios, mientras que para cada uno de los del PSC en Barcelona se necesitaban 89.000. Esto se subsanaría con distritos de población equivalente, que escogieran a un solo diputado. El sistema de doble vuelta evitaría radicalismos y sería escuela de pragmatismo. Mientras esperamos a que se invente la Constitución perfecta, esta reconsideración de la entrega de la manzana podría valer.
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