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La mayoría de los principales problemas que padece España se gestionarían eficazmente con el consenso entre las dos principales fuerzas políticas de este país que, ... juntas, componen dos tercios de todos los votos emitidos las pasadas elecciones. El bipartidismo patrio no es completo pero goza de buena salud y agrega buena parte de la diversidad ideológica existente en un país donde la mayoría de la población vota al PP o al PSOE. Que la mayoría de los españoles tengamos que depender de fuerzas políticas minoritarias e, incluso, extremistas –cuya representación electoral ha retrocedido significativamente en los últimos comicios– es un riesgo que, además de no reflejar la voluntad de la mayoría, representa una seria debilidad estratégica en un entorno internacional en plena transformación.
El Banco de España ha expresado que los principales riesgos para el crecimiento económico global, del área del euro y de España son los geopolíticos. Un nuevo orden mundial, en plena gestación, exige de alianzas sólidas para combatir extremismos y radicalismos, especialmente cuando la polarización que ponen en escena las dos principales fuerzas políticas no se refleja en sus programas de gobierno, con un elevado grado de coincidencia en principios y prioridades esenciales para el interés general de los españoles. Es falso que las visiones de España y del mundo que tienen los votantes de las dos principales fuerzas políticas sean opuestas. Al contrario, lejos de la retórica crispada de bloques enfrentados y dos Españas irreconciliables (ante la que los ciudadanos asistimos estupefactos, inquietos y enojados), surge la necesidad de acuerdos de Estado que equipen bien a nuestro país para un siglo XXI incierto, turbulento y acelerado.
Todo está interconectado en el mundo global que habitamos. España no es una burbuja flotando en el éter, sino una realidad dependiente de otras muchas que, a su vez, conviven en un contexto sujeto a profundos y súbitos cambios. La guerra en Ucrania, el conflicto entre Hamás e Israel o la rivalidad entre las dos superpotencias a ambos lados del Pacífico, (pero también la desestabilización del Magreb, las crisis migratorias subsaharianas o los riesgos políticos en Latinoamérica) afectan a España de manera cada vez más relevante. La propia naturaleza de las crisis geopolíticas explica que estas sean difíciles de prever, pero los terremotos en derredor nuestro se aceleran y ese entorno exterior va a resultar, cada vez más, clave para comprender lo que se avecina. El profesor Lamo de Espinosa suele insistir en que el futuro de España se decide en nuestro exterior y, por ello, la política exterior de España no puede depender de bandazos políticos, de disensos internos en quienes componen el gobierno ni de ocurrencias unilaterales. La estrategia de política exterior de España es una cuestión de Estado y debe, claro, trascender legislaturas, obedecer a una estrategia clara, sólida, largoplacista y, sobre todo, a un amplio consenso que recupere la relevancia en los ejes básicos de la España democrática: Latinoamérica, Mediterráneo y Unión Europea. Pero también Asia.
Mientras seguimos absortos en el ombligo de nuestras estresantes minucias patrias, cuando cerremos este año 2023, más del 65% del crecimiento económico global lo habrá generado Asia y, para 2050, la mitad del PIB mundial será asiática. El 60% de la población de este planeta vive allí y basta con echar un vistazo al mapamundi que mira –valga la redundancia– la mayoría del mundo: para esos 4.765 millones de personas, Europa comienza a ser una región periférica. En ese mapa, España es un punto apenas detectable en su radar pues gravitamos hacia el extrarradio de esa periferia. Tras casi media vida fuera de las fronteras ibéricas, me resulta a menudo más fácil mirar España 'desde fuera', como un extranjero. Por eso, me irrita detectar –en la cola de la pescadería, en la tertulia radiofónica o en el discurso político de turno– actitudes, posturas y planteamientos que sólo se comprenden en gente que se calza la boina a rosca y apenas ha salido de su aldea. Este país nuestro es formidable y, quien no me crea (o dé por normales todas las bondades que en él abundan), puede hacerse un favor dando una vuelta (larga) por el mundo para ver qué sanidad, qué infraestructuras, qué seguridad o qué calidad institucional tienen aquellos países carentes de un marco normativo o un Estado del bienestar como el nuestro (o que no pertenecen a un club como lo es la Unión Europea). No son logros eternos y merecen la máxima protección.
La proyección –marca país– y actuación exterior de España importa, debe ser protegida y exige de una estabilidad, una coherencia y una continuidad que logren situar a España como una potencia relevante con intereses globales. Y exige consenso. La palabra 'consensus', del latín, se compone del prefijo con (junto, todo) y sensus (sentido). Consenso = con sentido. Con sentido, por ejemplo, de Estado. O también, por qué no, con sentido común; esto es, con el sentido que se extiende a la generalidad, a la mayoría de personas.
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Ana del Castillo
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