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Muy pocos pueden hacer gala de dar nombre a un adjetivo; mucho menos de morir tragando oro fundido. Marco Licinio Craso tuvo ese (raro y desafortunado) doble honor. Si hoy se denomina 'craso' a un error imperdonable, es gracias a la decisión, del entonces miembro ... más rico del Triunvirato que gobernaba el Imperio Romano, de invadir Partia (en lo que hoy es Irán, Irak, Siria o Afganistán). Buscando victorias en los confines del Imperio que glorificasen su legado y lo igualasen a sus compañeros (César y Pompeyo), encontró una derrota estrepitosa: bajo sus órdenes, en la batalla de Carras (53. a.C.), murieron más de 20.000 soldados (incluido el propio Craso) y el resto fueron hechos prisioneros o esclavizados… ¿Todos? ¡No! Una legión de irreductibles soldados… desapareció sin dejar rastro. Y aquí entramos en el fascinante territorio de la leyenda.
En 1941, Homer H. Dubs, hijo de misioneros estadounidenses destinados en China, publicó el artículo 'Un antiguo contacto militar entre Romanos y Chinos' y, 16 años después, un libro titulado 'Una ciudad romana en la Antigua China', en los que recoge sus hipótesis sobre el destino de aquella legión romana en desbandada y cómo, tal vez, podía haberse asentado en un remota región desértica del noroeste de China. El testigo lo recogió, en 1991, el australiano David Harris y, en 2016, Santiago Posteguillo con su libro 'La legión perdida'. Pero, ¿hay evidencias para toda esta especulación histórica? No muchas, pero alguna hay: Plinio cuenta en su 'Naturalis historia' que los soldados romanos apresados por los partos fueron deportados al límite oriental de su territorio (lo que hoy son Tayikistán y Turkmenistán) y que allí se asentaron aquellos legionarios, casándose con mujeres locales.
Pero la historia da un nuevo giro cuando, 20 años después, los parsos se enfrentan a los chinos (36. a.C.), y son derrotados por estos en la batalla de Zhizhi, documentada en las crónicas de la dinastía china Han. Estas relatan cómo el ejército enemigo incluía algo más de un millar de hombres muy veteranos que luchaban valerosamente, con eficacia y en «formación de pez», usando sus escudos redondos a modo de escamas. Tanto es así, que el emperador chino Han Wudi decidió emplearlos como mercenarios para proteger la frontera noroccidental de su imperio. El rastro de aquellos legionarios maltrechos, deportados, de nuevo apaleados y vueltos a desterrar a más de 6.000 kilómetros de su patria, se pierde durante 2.000 años, hasta que en la minúscula localidad china de Liqiang (en la pobre y desértica provincia de Gansu), se desentierran cien esqueletos con una altura media algo superior a los 180 cms. (mayor que la de los locales).
Liqiang se encuentra en el llamado 'corredor Hexi', un paso de tránsito obligado en el noroeste de China, atrapado entre grandes cordilleras y algunos de los desiertos más áridos del planeta, por el que durante siglos ha discurrido la Ruta de la Seda. Es decir, un buen emplazamiento para una guarnición dispuesta a controlar y defender una frontera. Si hace 2.000 años todos los caminos llevaban a Roma, quien quisiera entrar (o salir) de China, tenía que transitar por allí. Además, en la actual Liqiang, las pruebas de ADN confirman que más de la mitad de los genes de la población local son caucásicos, lo cual explicaría por qué hoy varios vecinos tienen los ojos claros, rasgos occidentales y una estatura mayor a la media local. La pregunta que tal vez se haga quien lea todo este hilo de elucubración histórica es: «Muy bien, ¿y qué más da?».
Efectivamente, es irrelevante saber qué acabó sucediendo con aquella panda de desgraciados. Aunque Roma y China sabían de su existencia mutua, ese conocimiento era muy vago y la relación entre ambos imperios –a ambos extremos de la Ruta de la Seda–, era indirecta y sólo consistía en el intercambio de seda china por materias primas, joyas y objetos de vidrio romanos. Leyendas aparte, lo interesante de la hipótesis histórica que plantea un posible intercambio cultural directo entre romanos y chinos radica, en mi opinión, en su potencial ucrónico; es decir, en las preguntas hipotéticas que nos permite formular: ¿Qué habría pasado si Roma y China hubieran establecido una ruta comercial directa y segura entre ambos imperios?, ¿cómo sería la actual distribución del poder mundial si ambas civilizaciones hubieran establecido alianzas políticas y militares duraderas?, ¿habría sido diferente el desarrollo de las religiones predominantes actuales si Roma y China hubiesen intercambiado creencias y prácticas religiosas? ¿Qué impacto habría tenido en la Historia un intercambio regular de conocimientos culturales, científicos y tecnológicos entre ambos mundos? Mientras se resuelven estas (apasionantes) cuestiones, en Liqian ya han montado una especie de parque temático (más chinesco que romano) en torno a la leyenda que habla de sus orígenes occidentales. Roma no se construyó en un día, pero el aparcamiento de autobuses turísticos de Liqian, sí.
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