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Se preguntaba hace unas semanas la periodista Ana Iris Simón si no seremos nosotros los malos de la película. Tras más de 33.000 palestinos muertos y la inminente hambruna que amenaza generar el conflicto en Gaza, la pregunta de Ana Iris es muy pertinente ... pues ¿con qué autoridad moral plantea el garante de nuestra seguridad (EE UU) una cruzada antiimperialista en favor de los derechos humanos que enfrente globalmente a democracias y a autocracias, tras emplear tres veces consecutivas su derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU para impedir un alto el fuego en Gaza?
Si por democracia entendemos una forma de gobierno donde la ciudadanía ejerce el poder político a través de representantes elegidos libremente y toma las decisiones por mayoría, es oportuno recordar que la mayoría de la comunidad internacional no ha querido alinearse con Occidente en sus sanciones contra Rusia, pero sí ha votado a favor de un alto el fuego en Gaza. Para la mayoría del mundo (eso que ahora se viene a llamar 'el Sur global') nosotros –las democracias liberales occidentales– somos los que vetamos la entrega de vacunas a terceros durante la pandemia y abandonamos a Afganistán en manos talibanas después de prometer no hacerlo nunca; somos los mismos que, desde el colapso de la Unión Soviética, seguimos auspiciando guerras, desplazamientos masivos, bombardeos indiscriminados e intervenciones militares en nuestra lucha contra el terror post-11S (donde han muerto más de un millón de personas en Afganistán, Irak, Libia, Siria o Yemen) sin el respaldo de la ONU ni en acto de legítima defensa. Para ellos somos los que, en los 30 años transcurridos desde el final de la Guerra Fría, hemos lanzado cientos de miles de bombas sobre otros países (26.000 sólo en el último año de presidencia del Nobel de la Paz, Barack Obama), los que mantenemos abierto Guantánamo, los mismos que sancionamos a Irán pero seguimos haciendo negocio con monarquías absolutas, dictadores militares o autocracias petrolíferas y también quienes, con pasados coloniales, hasta el año 2008 no sacamos a Nelson Mandela de la lista de terroristas más buscados o apoyamos el apartheid sudafricano. Para la mayoría del mundo, si no los malos, tampoco somos precisamente los buenos y aquellas bombas que lanzamos estallan –ahora– con años o décadas de retardo.
No les falta razón a quienes –fuera del entorno OCDE– no quieren alinearse de manera acrítica con Occidente y recelan de la sinceridad (y la credibilidad) de unas democracias que tienen en su haber atropellos recientes de toda clase en el escenario mundial. No debería sorprender la incapacidad de nuestro relato para mover la aguja y convencer al 88% de los humanos de la autoridad moral desde la que nosotros –occidentales– aleccionamos a otros ni del orden internacional basado en reglas que decimos defender, pero que no respetamos cuando nos conviene. En nuestra forma binaria de ver el mundo consideramos que este se divide en buenos y malos, 'nosotros y ellos', democracias y regímenes totalitarios, guerras legítimas (las que nosotros emprendemos o apoyamos) con víctimas de primera e ilegítimas con víctimas de segunda (las guerras de todos los demás). No debería sorprender nuestra incapacidad para resultar más populares de lo que somos. Pero, en el fondo, nos sorprende. El motivo es sencillo: no nos contamos la verdadera verdad; nuestro relato está viciado y somos profundamente hipócritas. Pese a la libertad de expresión de que disfrutamos en democracia, a menudo habitamos en cajas de resonancia que direccionan a la opinión pública a un pensamiento único y donde sólo oímos nuestra propia voz. Pero el mundo no es como se ve desde Occidente. El 'Sur global' no sólo es un lugar muy grande, sino que agrupa a la mayor parte del planeta. Su falta de apoyo a Occidente, nos obliga a enfrentar una cruda realidad: somos una minoría que pierde poder.
Uno de los diplomáticos vivos de mayor relieve, el francés Maurice Gourdault-Montagne, ha publicado unas memorias tituladas muy acertadamente 'Los otros no piensan como nosotros', donde vaticina que el pensamiento occidental pronto dejará de ser el dominante y tendrá que convivir con otras herencias culturales y cosmovisiones. En el siglo en el que llegará a término la dominación occidental global, somos reticentes a habitar un planeta que cambia a velocidad incómoda y donde la mayoría de sus habitantes prefiere vivir en un mundo multipolar en vez de en uno dominado por EE UU, Rusia o China. Las guerras de Ucrania y Gaza nos enfrentan a nuestras propias contradicciones y al doble rasero que –demasiado a menudo– empleamos en nuestra forma de comportarnos. ¿Qué vamos a hacer para resultar el faro democrático global que decimos ser y en el que otros puedan encontrar guía e inspiración? ¿Cómo actuar con responsabilidad para parecernos más a los buenos y no tanto a los malos? Mientras aprendemos a mirarnos en el espejo, no nos queda otra: San Juan 8:7.
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