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Cuentan que, al ser informado del coste y la audiencia de aquella Radio Clásica (Radio 2) de los años 80, Felipe González dijo escandalizado que « ... sería más barato regalar un tocadiscos a cada uno de esos oyentes». 30 años después, la emisora pública de música clásica sigue viva y coleando. Sólo representamos el 10% de la audiencia de radio en España, pero yo soy uno de los 220.000 españoles que empieza el día escuchando «Sinfonía de la mañana». Cada vez que suena la trompeta de la banda sonora de Cyrano de Bergerac con la que Martin Llade abre su programa diario, me acuerdo de los chinos pues estoy convencido de que les encantaría Radio Clásica: una programación exquisita y producciones cuidadas en espacios radiofónicos al margen del tiempo y del espacio en los que nunca se habla de política.
Con más de 100 millones de estudiantes de piano, 100 millones más aprendiendo a tocar otros instrumentos y una apabullante nómina de virtuosos (LangLang, Yo-Yo Ma, Ning Feng, Yuja Wang o Zhang Jin entre otros muchos) interpretando junto a las mejores orquestas del planeta, resulta que China –donde Mozart, Beethoven, Vivaldi o Chopin son verdaderos iconos– es una superpotencia de nuestra música clásica. Hace 50 años nada hacía prever semejante logro cuando, en mitad de la catástrofe que fue la Gran Revolución Cultural del Proletariado (1966 – 1976), en China se prohibió la interpretación y difusión pública de música clásica occidental, cerrándose conservatorios, persiguiéndose a músicos y destruyéndose miles de instrumentos y partituras por considerarse a estos elementos burgueses, contaminados de capitalismo occidental e ideológicamente impuros. Por eso, que muchos expertos de la industria señalen a China y Asia Pacífico (por sus excelentes intérpretes, sus orquestas y su gigantesca masa de estudiantes pero, sobre todo, por sus cientos de millones de aficionados) como el futuro de la música clásica occidental llama poderosamente la atención, pues la tradición musical china (y, en general, asiática) fluyó durante siglos por derroteros muy dispares a los occidentales.
Buena parte de las diferencias entre la música china y la clásica occidental derivan de sus respectivos instrumentos musicales. Mientras los occidentales están fabricados principalmente de metal o empleando maderas tratadas (arce, ébano o caoba), la producción de instrumentos musicales chinos utiliza fundamentalmente materiales naturales como la madera, el bambú, el cuero, la crin de caballo o la piedra. Conceptualmente, ambas corrientes musicales también son muy dispares. Como cualquier otra manifestación artística, la música que ha desarrollado cada una de las dos civilizaciones es un reflejo de su concepción filosófica y religiosa, su Historia, cultura y forma de organizarse socialmente. Así, musicalmente, la tradición clásica occidental prioriza la complejidad, el timbre, la armonía y la polifonía, mientras la música china (que, además, su medicina tradicional emplea con fines curativos y terapéuticos) pone mayor énfasis en la melodía, la rima, el ritmo y los matices expresivos, más concentrada en crear paisajes sonoros evocadores y atmosféricos que en el método interpretativo.
Ambas tradiciones musicales son realmente distintas, aunque no antagónicas. Para empezar, los lenguajes musicales que emplean parten de escalas diferentes. Mientras la música clásica occidental se basa fundamentalmente en un escala diatónica (dividida en tonos y semitonos), de siete notas, que son Do, Re, Mi, Fa, Sol, La y Si, la música china tradicional se caracteriza por el uso de una escala pentatónica (de cinco notas: Gong, Shang, Jue, Zhi y Yu, equivalentes a nuestros Do, Re, Mi, Sol y La) que corresponden a las teclas negras de un piano (de hecho, quien pruebe a tocar sólo esas teclas negras obtendrá un sonido característicamente chinesco). Este es el motivo por el cual esa sucesión de estas notas «chinas» produce –a nuestros oídos occidentales– una sensación algo extraña y «desafinada». Y aquí radica, precisamente, el quid de la cuestión (y, confío, de este artículo): suena desafinada, pero no lo está. Es una cuestión de sesgo de percepción.
La música (componerla e interpretarla) es algo de lo que sólo somos capaces los seres humanos y, en cierto modo, compone el lenguaje común de la humanidad: cumple una función social y psicológica, promueve la interacción en torno al disfrute de una experiencia empática fabricada sin palabras, consuela el espíritu, agita el corazón y traspasa fronteras. Y une. Comparar las culturas musicales china y occidental nos proporciona una metáfora: una perspectiva esclarecedora para explorar más a fondo la coexistencia de dos lenguajes artísticos, su complementariedad, sus similitudes y los puntos en común de dos formas de entender la música (y la vida) que interactúan, como interaccionan las culturas que les dan contexto y las sociedades a las que pertenecen. Yo pondría a Vladimir, a Úrsula, a Joe y a Jinping a escuchar juntos la sonata para piano nº 18 de Schubert y la pieza para guzheng «Montañas altas y agua fluyendo». No sé muy bien de qué serviría, pero seguro que para algo no malo.
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Ana del Castillo
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