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Desconozco dónde se ubican pero puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que en no menos de 20 hogares de la China profunda hay una foto del propietario –haciendo el gesto de la victoria con la mano– junto a un guiri desconocido (que soy yo). Las ... fotos fueron tomadas en sitios emblemáticos, como la puerta de la Ciudad Prohibida, el Bund shanghainés, la Gran Muralla, los guerreros de terracota de Xi'An o el lago del Oeste en Hangzhou como fondo pero, sobre todo, en muchos otros lugares aparentemente anodinos repartidos por toda la geografía chinesca (de los que no me acuerdo ni sabría localizar en el mapa). Estimo que podrían alcanzar, incluso, el medio centenar pues han sido, a lo largo de 18 años, incontables las ocasiones en las que me han retratado acompañado de chinos desconocidos. Imagino aparecer en esas instantáneas con un gesto a medio camino entre el sonrojo, el cachondeo y el desconcierto, pues siempre inmortalizan un momento extraño: vas caminando por la calle y, de repente, uno o varios chinos desconocidos te abordan con una sonrisa y te preguntan si pueden hacerse una foto contigo. Uno ni siquiera tiene que ser guapo, alto, fornido, apuesto ni estar dotado de cualidad física alguna que llame la atención: basta con ser extranjero (prueba de ello soy yo mismo). Todavía hoy es fácil sentirse David Beckham –durante unos segundos– al pasear por ciertos lugares de China.
Pues bien, si los guiris despiertan poderosamente la curiosidad de los chinos, los bebes de los guiris, sencillamente, les fascinan. Probablemente siglos de aislamiento internacional, la homogeneidad racial que impera en el país o, tal vez, una política del 'hijo único' que ha convertido a los niños en verdaderos 'tesoros', explican por qué los chinos ven a los nenes extranjeros –especialmente a los de raza blanca– como criaturas semimágicas. Como quien avistase un hada, un delfín o un unicornio por la calle, los chinos, alucinados, no reprimen su curiosidad: «Muñequita extranjera», murmuran con admiración incontenida, mirando al retoño/a en cuestión. «¡Qué ojos tan grandes!», «¡Qué piel tan blanca!», «¡Qué cabello tan claro!», «¡Qué preciosidad!», exclaman, mientras disparan ráfagas y ráfagas de fotos al infante de turno.
Pero ¿a quién no le gustan los bebés? No es extraño que un churumbel (especialmente si es de otra raza y tiene unos rasgos marcadamente distintos a los locales) llame nuestra atención al verlo pasear en su carrito o en los brazos de sus padres. Al parecer, como mamíferos estamos genéticamente programados para que un bebé –sea cual sea su procedencia–, atraiga nuestra atención, despertándonos ternura, cariño, afecto y (demasiado a menudo, para desesperación de sus padres) ganas de pellizcarle los mofletes o los muslos. No es mi caso, pero esas mismas sensaciones logran despertarlas en muchas personas los cachorros de perro, gato y otras crías animales. He leído en alguna parte que es precisamente esa lindura de los bebes la que les permite sobrevivir. Dicho de otro modo, los bebés son así de tiernos para que los adultos en los que generan esos sentimientos los cuidemos, nutramos, protejamos y, en fin, nos ocupemos de ellos.
Toda esa curiosidad que despierta lo extranjero y lo diferente en los chinos, la comprendió rápida e intuitivamente la cineasta española Isabel Coixet cuando se la encargó diseñar una propuesta de contenido que exhibir en el pabellón de España para la Expo Universal de Shanghai en 2010. Su idea resultó estrafalaria para muchos pues debía generar una propuesta que proyectase los valores de la sociedad española y captase el mensaje de 'las ciudades futuras', lema de aquelle Expo. Fueron muchas las críticas que recibió el proyecto cuando se reveló que el pabellón de España, como si de una inmensa cuna se tratase, iba a albergar un gigantesco bebé hiperrealista que, con casi 7 metros de altura, parpadeaba, gesticulaba, balbuceaba, lloriqueaba o sonreía moviendo cabeza y brazos. Muy acertadamente, Coixet comprendió que nada representa mejor el futuro que un bebé, símbolo universal de esperanza y provenir. Coixet, con una dilatada experiencia en marketing, branding y comunicación publicitaria, consiguió lo que pretendía: convertirse en noticia, llamar la atención y atraer al mayor número de personas. Miguelito fue el nombre con el que se bautizó al colosal nene y, fue tal el éxito y el eco mediático que tuvo en China, que el pabellón español –con 7 millones de visitantes– se convirtió en uno de los preferidos por los locales. Tanto es así que Miguelín fue 'indultado' (tras el fin del evento) y se ha quedado a vivir en China junto a otras reliquias de la Expo 2010.
El meollo de la cuestión que planteo en este artículo no son los bebés ni su exotismo, sino la enorme curiosidad que siente buena parte del mundo por 'lo otro', 'lo extranjero' y 'lo diferente'. En Occidente, en cambio, hemos perdido buena parte de esa curiosidad que mantienen prácticamente intacta los asiáticos. ¿Cuántos de nosotros sentimos curiosidad por los asiáticos que vemos por nuestras calles? ¿Cuántos salimos de nuestro área de confort al encuentro de lo que desconocemos?
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