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Hace apenas un mes, nada más llegar Manuel Vilas a un encuentro con sus lectores en la Torre de Don Borja de Santillana del Mar, ... confesaba el autor que se alegraba de ver que «había venido alguien» a la cita pues, nos contaba, se había encontrado en más de una ocasión con que a la presentación de alguno de sus libros no había acudido absolutamente nadie. Pues bien, el otro día, en esta gira editorial en la que ahora mismo me hallo inmerso, me sucedió algo parecido: asistieron cuatro gatos a la presentación de mi libro en la capital de provincia de turno. No es un juego de palabras: había cuatro personas. Literalmente. Se cuenta el pecado, no el pecador, así que omitiré detalles de la plaza en cuestión, pero sí reconozco que, al finalizar las dos horas de presentación, yo estaba cabreado. Uno sabe que esto de la literatura (más aún el género no-ficción) no es precisamente un asunto sexy en los tiempos que corren y tengo muy claro que soy el último mindundi a años luz de nombres rutilantes en el universo editorial pero, ojo, el escasísimo poder de convocatoria en aquella ocasión no se explica por falta de cobertura mediática. En todas las ciudades en las que estoy presentando los medios locales se hacen puntual eco de la noticia y no menos de media docena de radios, periódicos y televisiones provinciales demuestran el interés que despierta el ascenso de China y sus implicaciones.
Pese al esfuerzo en tiempo y energía invertidos, no hay ego ni amor propio doloridos en mi enfado. No, no se trata de eso. Desde hace veinte años me dedico al desarrollo de negocio, es decir: a picar piedra, llamar a puertas frías y recibir muchos (muchísimos) 'noes' (cuando no portazos) por respuesta. No se trata de mí ni de mi libro, ambos irrelevantes para la mayoría de los habitantes de un país donde la gente tiene cosas más importantes en las que pensar. Se trata del mensaje. Eso es lo que me frustra: la sensación de oportunidad perdida para hacer llegar a, al menos, tres o cuatro docenas de personas allí donde ofrezco una charla, un par de ideas importantes y –creo– urgentes: China, como la principal potencia emergente del siglo XXI, está redefiniendo el equilibrio global y nos obliga –a Europa y los españoles – a «recalibrar» nuestras estrategias, expectativas, herramientas y modelos de desarrollo. Hemos subestimado al gigante asiático y reaccionado tarde ante su ascenso, atrapados en dos etiquetas simplistas y engañosas que describen, con brocha demasiado gorda, lo que está pasando: China como un 'milagro económico' y 'fábrica del mundo', simplificando su éxito a un mero accidente e ignorando que, además de llenar bazares de baratijas, se ha convertido en un auténtico laboratorio de ideas en el que se destilan y diseñan algunas de las soluciones y buenas prácticas más innovadoras, audaces, eficaces y disruptivas del mundo. Además, China no es ningún 'milagro económico'. No hay milagros, no hay azar. Hay esfuerzo, visión a largo plazo, planificación, cultura del esfuerzo, pragmatismo absoluto y una obsesión nacional por la educación y la tecnología, empleando como criterio fundamental, a la hora de trazar estrategias y tomar decisiones, la eficacia, mostrándonos que sin industria y autonomía digital no hay soberanía.
Nuestra estrategia, por eso, no puede consistir en combatir ni contener el ascenso de China, sino en decidir cómo nos preparamos para convivir y competir con ella. El reto no pasa, claro, por sacrificar nuestro sistema liberal, democrático, participativo y multipartidista, sino en premiar la excelencia y la competencia para hacerlo más eficaz y resiliente, más fuerte y menos disfuncional. Mientras China busca un orden multipolar y pragmático, en Europa seguimos aferrados a hegemonías que hace tiempo que dejaron de serlo, sin un plan real para adaptarnos al mundo en el que realmente habitamos. En él, el hegemón en declive, EEUU, ya no resulta un socio confiable, sino fuente de inestabilidad. Debemos decidir con quién cooperamos sin que las alianzas se conviertan en jaulas, en un momento en que la soberanía se mide en influencia y autonomía, no en dependencia de aliados volátiles. Sin una visión común y estable, perderemos relevancia en un mundo que no espera a los rezagados. Esta no se mendiga, se construye a base de estrategia, no con burocracia. Pero seguimos atrapados en la fragmentación política, el cortoplacismo, la inacción, la improvisación, los bandazos electorales y la mediocridad política. En mi defensa debo decir que somos muchos los que predicamos en el desierto y que ese mismo día, a la misma hora y en la misma plaza en la que yo ofrecía una conferencia sobre China a cuatro oyentes, presentaba su último libro una de las voces más provocadoras, genuinas y honestas de la literatura contemporánea española. Que Ray Loriga me perdone, pero nuestro tiempo de reacción se agota: necesitamos liderazgo, agilidad, estrategia y unidad para salir de la indecisión, la fragmentación y la conformidad en la que estamos atascados. Yo, erre que erre, me empeño en repetirlo, sean cuatrocientos, cuarenta… o cuatro quienes me escuchen.
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