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No encontrará el lector, a continuación, una exégesis sobre los placeres lúbricos u otros lujos asiáticos, pero sí una reflexión sobre cómo el modo en que una nación se narra el mundo refleja bien su psique colectiva. Si el cine no es sólo una modalidad ... artística sino, sobre todo, una cosmovisión, llama la atención lo diferente que es el cine estadounidense del cine que se hace en otras partes del mundo. Hace ya década y media que yo apenas consumo nuevo cine de Hollywood. La decisión no fue premeditada, sencillamente empecé a sentir desinterés por muchas películas norteamericanas que, pese a un buen reparto o un impresionante despliegue de medios técnicos, cada vez más a menudo, pecan de predecibles hasta el aburrimiento. Hollywood parece haber perdido frescura, a fuerza de crear situaciones extremadamente previsibles, guiones reiterativos, escenas cliché y personajes que son versiones de bajo presupuesto de arquetipos muy manoseados. El epítome de la previsibilidad hollywoodiense es el final feliz. En Occidente vamos al cine, casi siempre, con la expectativa de un formato narrativo que desemboque en un final adecuado para la trama. Cuando no feliz, sí al menos coherente con nuestras expectativas (occidentales). En China, en cambio, la expectativa es distinta: los protagonistas de la historia no terminan ni felices ni comiendo perdices, mueren de manera trágica para poner a prueba la lealtad de quien les sobrevive o el filme sólo constata que el destino todo lo puede y es pertinaz. La línea programática de Pekín no permite guiones que rebañen en la desdicha humana ni que retraten la cara más cruda de un país donde la vida cotidiana aún es, para millones de personas, una lucha por la supervivencia. Pero el cine chino no es ingenuo. Mientras en Occidente el director a menudo recompensa a su audiencia la espera de dos horas con un 'happy ending' (que ya se intuía desde el principio), en China los espectadores se preparan para salir del cine con preguntas sin respuesta, resultados desgarradores o emocionalmente involucrados con unos personajes avocados a un sino inexorable.
Muchos largometrajes chinos, como en Hollywood, también están repletos de cursilería, clichés estomagantes y tramas previsibles… pero al revés: en las películas chinas –como en la propia vida en China– personajes que buscan el equilibrio y construir vidas serenas sólo contemplan cómo esos deseos se van irremediablemente al traste. Por otro lado, en las tramas chinas, los personajes –como los propios chinos– se esfuerzan por atemperar su felicidad y, en mitad del gozo, siembran la mesura pues «alegrías extremas sólo conducen a miserias». En ambos casos, el occidental y el chino, hay un acuerdo tácito entre el cineasta y el público. Mientras Hollywood clausura sus producciones con topicazos, simplismos lacrimógenos o inverosímiles hasta la exasperación, las chinas casi nunca terminan bien del todo. Una vez se han construido unos personajes sólidos (aquellos con los que el espectador conecta más fácilmente), estos suelen ser presa del infortunio. Los directores chinos parecen –eminentemente– interesados en resultar responsables y coherentes con la complejidad, la dureza y la competitividad imperantes en China, donde sus habitantes suelen afrontar un problema tras otro y, como ellos dicen: «si no estás mejorando, estás empeorando» (es decir: si dejas de remar, te vas irremisiblemente a pique). Así, sus protagonistas parecen estar siempre en el lugar equivocado, conscientes de que su forma de comportarse les avoca a un final infeliz.
La afición de Hollywood por el final feliz no es tan sorprendente pues refleja el inconsciente de un país joven acostumbrado a ganar siempre y donde la derrota no es una opción. Precisamente, ningún otro país en el mundo produce tantos relatos triunfales de sí mismo, tantas imágenes épicas de su poderío militar ni de la heroicidad de sus protagonistas, como Estados Unidos. Por su parte, las películas de la superpotencia asiática reemergente tienden a ser más complejas, más oscuras, más crudas, más deprimentes y, también (dejando a un lado las puramente propagandísticas), más realistas que las occidentales, en su forma de representarse el mundo. En ellas, el honor, la bondad, el amor o la justicia no suelen vencer al dolor, la mezquindad, el infortunio o la vicisitud pues, en la cosmovisión china, el bien y el mal se dan la mano, los finales son casi siempre ambiguos y los personajes mucho más ambivalentes que en las tramas occidentales. Excepcionales en muchos aspectos (tamaño, riqueza, poderío, etc.), ambas superpotencias, la estadounidense y la china, comparten una visión extraordinaria de sí mismas, además de proclamar sus respectivas relevancias civilizatorias y ánimos de transcendencia histórica. Cabe preguntarse entonces, ¿cuál de estos dos andamiajes ideológicos y de estas dos visiones cinematográficas del mundo equipa mejor a una nación para ser primera potencia mundial? Merece la pena recordar aquí que, en la cima del poder español, Cervantes dio a luz a El Quijote y que, la obra cumbre de la literatura universal, no tiene un final feliz.
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