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Era diciembre del año 1978, la cosecha había sido mala y la perspectiva de otro invierno sin comida acechaba. Ya había caído la noche en la provincia china de Anhui cuando un goteo de sombras –en silencio y sin orden aparente– atraviesa las tierras de ... labranza para darse cita en una cabaña paupérrima. Allí, entre cuatro paredes de adobe bajo un tejadillo de paja, 18 hombres ateridos, hambrientos y desesperados, debaten entre murmullos. Tras mirarse unos a otros a la luz de un candil, cabecean asintiendo, se deciden y estampan sus firmas con tinta roja sobre un acuerdo manuscrito secreto que habría de cambiar el destino de China y, con ella, del mundo.
Para comprender el calado de aquel acuerdo hay que explicar que, en los años 70, buena parte del campesinado chino pasaba hambre y, en los años de cosechas escasas, se moría –literalmente– de inanición. Concretamente en XiaoGang –una aldea anodina destinada a no entrar en los libros de Historia– varias docenas de vecinos habían muerto años antes por no tener qué llevarse a la boca y 20 familias vivían aún de la mendicidad. Hay que explicar también que los estragos de la 'Revolución Cultural del Proletariado' (1966-76) seguían sufriéndose y un comunismo todavía recalcitrante vetaba cualquier tipo de propiedad privada. El trabajo de todo el país estaba estrictamente controlado por el gobierno, todo era colectivo y la gestión gubernamental de la producción agrícola era tan mala que las cosechas eran peores en 1978 que en el año 1949. El problema radicaba en la insuficiente producción agrícola para alimentar a la creciente población china pero, sobre todo, que tanto quienes trabajaban mucho como quienes apenas trabajaban, quienes generaban una alta productividad, como quienes nada aportaban al colectivo, recibían lo mismo del gobierno. El gobierno, sin atender a capacidades individuales, actitud, rendimiento o resultados concretos, concedía a todos la misma cuota de comida, ropa y enseres. La completa falta de propiedad personal desincentivaba el esfuerzo y, sin él, la producción nacional.
Jugándose la vida –pues el gobierno de aquella China comunista no toleraba reuniones de ninguna clase ni acuerdos que desobedecieran las directrices oficiales–, aquella noche de diciembre de 1978, cansados de no medrar, esos 18 campesinos, armados de valentía y desesperación, se comprometieron a dividir la tierra a labrar entre sus familias y a reservar una parte de cuanto cosecharan para su propio uso, una vez cubierta la cuota comunal. También pactaron que, si el acuerdo secreto era descubierto y alguno de ellos sufría represalias, el resto de familias se ocuparía de sacar adelante a sus descendientes menores de 18 años. Motivados por la expectativa de beneficiarse de un mayor fruto de su trabajo, la cosecha en las tierras trabajadas por aquellas 18 familias unidas en pacto secreto, aquel año, quintuplicó la de los anteriores. Donde previamente y sin incentivos la cosecha apenas alcanzaba la cuota mínima marcada por el gobierno, con el aliciente de la propiedad privada, los excedentes superaron con creces la cuota oficial. ¿Milagro? En absoluto. Condición humana elemental: la necesidad agudiza el ingenio y azuza la competitividad. El premio al esfuerzo, a la inversión y a la mejora de la productividad era poder participar del excedente agrícola y, sobre todo, ahuyentar el fantasma del hambre. Las familias empezaron a competir por extraer una mayor cosecha a esa porción de tierra que –secretamente– se habían repartido.
La noticia de aquel 'boom agrícola' pronto llegó a oídos de las autoridades locales que, en un primer momento, decidieron amonestar a la población de XiaoGang limitando su acceso a fertilizantes, semillas y pesticidas. Pero hay cambios tan inevitables como necesarios y, cuando quisieron castigar a los vecinos responsables de aquella pequeña rebelión, campesinos de comarcas aledañas ya estaban dando pasos para replicar el mismo modelo. Además, Mao llevaba dos años muerto y en Pekín soplaban ya vientos de cambio. Alguien, entre los cuadros superiores del Partido Comunista, comprendió que los gatos –sean del color que sean– sirven para cazar ratones y, en vez de escarmentar a aquellos 18 campesinos díscolos, permitió que el 'experimento' escalase de manera controlada hasta convertirse en germen e inspiración de la reforma agraria y de la descolectivización de la tierra en todo el país. A su vez, esta impulsó el diseño de las políticas de apertura y transformación económica que han llevado a China a ser lo que hoy es. Por eso, en China nadie piensa en volver a situaciones que desanden los logros cosechados en las últimas cuatro décadas y que son, en buena parte, resultado del fomento de esa ambición natural de los chinos, de su pragmatismo, competitividad y afán de superación por encima de dogmas ideológicos. El carácter emprendedor chino sigue siendo el principal motor de abundancia, crecimiento y riqueza en el país. Tal vez por ello, aquel contrato secreto, en vez de costarle la vida a quienes lo firmaron, hoy se expone en el Museo Nacional de China.
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