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En el año 1985, durante una cumbre bilateral en Ginebra para discutir la proliferación de armas nucleares, el presidente estadounidense Ronald Reagan y el soviético Mijaíl Gorbachov se fueron a dar un paseo acompañados únicamente por sus dos intérpretes. Durante la conversación que mantuvieron, Reagan ... preguntó a su homólogo ruso si, en caso de que los EE UU fuesen víctima de un ataque alienígena, la URSS vendría en su rescate, aparcando sus diferencias ideológicas y la Guerra Fría que enfrentaba a ambas superpotencias. Desconocemos si el presidente americano (muy fan de la ciencia ficción) sabía o no de algún plan de invasión extraterrestre, pero sí tenemos constancia de la respuesta de Gorbachov al órdago del americano: «Sí, sin duda», respondió, a lo que Reagan replicó de manera recíproca. Llaman la atención muchas cuestiones en este insólito intercambio de palabras pero es destacable cómo –en la mentalidad etnocéntrica de los yankis– de entre las infinitas posibilidades a merced de una civilización superpoderosa capaz de viajar por el universo, fuesen precisamente los EE UU el territorio más codiciado por unos extraterrestres (y no, por ejemplo, Jerusalén, San Petersburgo o qué se yo, Cartagena de Indias). Sea como fuere, tal vez aquel improvisado mano a mano –a medio camino entre el chascarrillo y el dilema metafísico– sirvió de primer martillazo que terminara con el Muro de Berlin, primero, y con la Guerra Fría, después.
En realidad, no hay nada menos altruista, bienintencionado o generoso que la geopolítica (para muestra, los cierres de fronteras y la acumulación codiciosa de vacunas o material sanitario durante la pandemia), pero la anécdota Reagan-Gorbachov es muy inspiradora pues nos alienta a imaginar escenarios actuales de colaboración. Suponiendo que fuésemos capaces de identificar un riesgo supranacional y global, ¿cómo reaccionaría la comunidad internacional? Si nuestra especie se enfrentara repentinamente a una gran amenaza planetaria, ¿seríamos capaces de aparcar nuestras diferencias ideológicas, raciales, culturales y religiosas para luchar unidos por la supervivencia común? ¿Aunarían fuerzas EE UU, China y Rusia en una gran frente común? Lo cierto es que los desafíos ya están aquí, no tiene forma de platillo flotando en el aire ni cabezas desproporcionadas, pero sí son globales: el cambio climático, nuevas pandemias o la IA. Como en la Guerra Fría, el destino de la humanidad (en lo que a Inteligencia Artificial respecta) está fundamentalmente en manos de dos potencias: EE UU y China. A diferencia de entonces, China ha tomado la delantera a EE UU en la regulación, gobierno y control del desarrollo de la IA en su esfera de influencia. Además, gracias al 'gran cortafuegos' que protege su biosfera digital, está bastante más protegida, frente a injerencias, que el resto de países.
Casi 40 años tras aquella charla –referida tiempo después por el propio Gorbachov–, la amenaza de una invasión alienígena no parece inminente… o tal vez sí. El pensador israelí Harari comenta últimamente la ambigüedad de las siglas IA (que, casualmente, pueden referir tanto a la Inteligencia Artificial como a una Invasión Alienígena) y con cómo la primera compone una forma de amenaza equivalente a la segunda. No le falta razón. El propio astrofísico Carl Sagan, al ser preguntado por la posibilidad de que hayamos sido visitados ya por una civilización superior de origen extraterrestre, respondió de una manera sencilla y genial: «La mayoría de nosotros pasamos por la vida como si no hubiera un mundo exterior de modo que, si una civilización suficientemente avanzada viajase interestelarmente y visitase nuestro planeta, con toda probabilidad los seres humanos seríamos tan capaces de percibir y comprender su presencia como es capaz una hormiga de percibir y comprender la nuestra». Absortos en nuestras minucias diarias, no parecemos ser del todo conscientes de cómo esos algoritmos que nos observan y estudian tras dispositivos, plataformas de compra y aplicaciones móviles, están transformando las mismas bases de nuestra civilización.
El punto en el que se encuentra la carrera actual por el liderazgo en la IA se parece bastante a una competición de Fórmula 1, en la que apenas quedasen dos o tres vueltas (en palabras de algunos de los principales expertos, apenas 5 años) para su conclusión. Así, ninguno de los dos contrincantes que lideran la carrera está dispuesto a regalar un sólo segundo al contrario, ni mucho menos a entrar en boxes pues, aunque se precise una reconfiguración urgente en el coche o un cambio de neumáticos, eso le regalaría el triunfo al rival. El desarrollo meteórico de la IA me recuerda a las naves Voyager lanzadas en 1977 que, más allá de la frontera del sistema solar, se alejan de nosotros a una velocidad de 1.000 kilómetros por minuto. Esas naves –a la manera de botellas con mensaje– portan un disco en el que hay grabadas instrucciones sobre la localización de nuestro planeta en el universo y claves sobre nuestra civilización. Es un mensaje encriptado, sólo descifrable para una civilización muy inteligente. Lo paradójico del asunto es que, cuando las sondas Voyager sean el único vestigio de nuestra existencia, tal vez la única inteligencia en el Cosmos capaz de interpretarlas sea una que ya nos haya reemplazado.
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