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Suntuosidad desmedida, magnificencia ostentosa, exclusividad y exotismo… La expresión «lujo asiático» despierta imágenes de opulencia, oropeles y filigranas, servicio fastuoso, despliegue de medios humanos y atención personalizada. Si bien en la hostelería cadenas como Península, Shangri-La, Mandarin Oriental o Banyan Tree hacen honor al ... significado profundo de esa expresión, lo cierto es que el negocio del «LUJO» –con mayúsculas– no es asiático, sino europeo. De las 22 marcas de lujo más rentables del mundo, 20 son made-in-Europe. Tanto es así, que esas marcas, por sí solas, copan el 70% del mercado del lujo mundial y que la exportación de esta industria –que se espera crezca un 50% en los próximos 7 años– representa más del 10% de cuanto Europa vende al mundo. Exportando lujo, Europa exporta también una imagen de sí misma y unos valores (no precisamente alineados con los de la UE). Lo paradójico es que Europa no es el principal consumidor del lujo que produce. Asia, Oriente medio y Rusia son quienes muestran más apetito por nuestros productos de gama más alta. Y, en especial, China: la mitad del gasto mundial en marcas de lujo proviene del gigante asiático.
Llama la atención que la gran «fábrica del mundo», hogar de marcas líderes en todo tipo de segmentos de consumo (automóviles, electrodomésticos, redes sociales y videojuegos, tecnología y electrónica de consumo, mobiliario, material deportivo y textil, etc.), no tiene ninguna marca de «lujo» que exportar al mundo. Tampoco Rusia, ni Oriente Medio. A este fenómeno se le denomina «paradoja del origen» y penaliza a los productos locales que, pese a tener atributos, calidad, precio y funcionalidad equivalentes (o mejores) a los de sus competidores internacionales, no son preferidos por los consumidores, precisamente por no ser extranjeros. Los expertos coinciden en que Europa es sinónimo de lujo y el lujo tiene, por definición, su origen en Europa. De hecho, los versados en la materia ni siquiera consideran «verdadero lujo» a las marcas estadounidenses de alta gama (Coach, Tom Ford, Michael Kors o Ralph Lauren) pues, en palabras del todopoderoso Bernard Arnault (Fundador y presidente de LVMH) «lujo y asequible son dos términos que no pueden ir juntos».
Pero, ¿qué se considera lujo? Responder a esa pregunta implica definir un 'halo' de valores que, en el fondo, sólo cumple Europa: larga tradición artesanal, máxima precisión, moda y elegancia de rancio abolengo (casi siempre relacionadas con linajes aristocráticos y suministro a casas reales), impiden a la mayoría de marcas y productos ingresar en ese exclusivísimo club (dominado por Francia e Italia) al que pertenecen LVMH, Hermès, Chanel, Gucci, Dior, Cartier, Rolex, Saint Laurent (YSL) o Prada. No hay, por tanto, una relación directa entre precio o suntuosidad y lujo. Es decir, no todo lo caro es realmente lujoso, ni tampoco lo innecesariamente opulento. Un coche forrado en oro no es lujo, es una macarrada. Del mismo modo que nada tendría de glamuroso un bolso con dos grandes letras 'C D' chapadas sobre su cuero, de no ser porque el mismo lo lleva en la alfombra roja tal o cual 'celebrity'. El lujo es sinónimo de estatus, reputación, deseabilidad y coleccionismo, pero también de exclusividad, disponibilidad limitada, presentación exquisita, servicio excelente, presencia y prestigio internacional. Las marcas no reconocidas globalmente, no son lujo. Gracias a que la palabra «Balenciaga» es de reconocido prestigio en todas partes, hay quien paga 2.000 euros por vestir en Shanghai, Nueva York o Dubai un chándal que, de no llevar cosidas esas diez letras costaría 20 euros. La visibilidad es por tanto un atributo intrínseco al lujo.
El lujo transmite, además, unos valores muy concretos: creatividad y diseño artísticos, herencia cultural, estilo de vida refinado, elegancia atemporal y clasismo sofisticado. Y, sin embargo, la larga tradición artesanal europea (que se remonta a la Edad Media) no puede competir con la de otros lugares (China, Japón, Irán, Turquía o Méjico) con herencias artesanales milenarias. La clave del absoluto dominio europeo en el lujo reside en un pasado colonial que exportó los gustos europeos por todo el mundo, convirtiéndolos en estándar aspiracional global. En el desarrollo de esas colonias fue decisivo el patrocinio de casas reales y élites burguesas, que compartían gustos con la aristocracia, favoreciendo la promoción de escuelas de moda y diseño a las que, a su vez, suministraban artesanos que se concentraron –sobre todo– en París, Milán o Londres. Pero, por encima de todo, lo que singulariza a las marcas europeas de lujo (y las permite se percibidas como exclusivas), es su narrativa: no es tanto lo que venden, sino cómo lo venden. Lujo es, así, una identidad de marca y unos valores que sirven, por ejemplo, a individuos de sociedades tradicionalmente gregarias y colectivistas (como la china y otras asiáticas) para diferenciarse de sus congéneres. Ese afán de mimetizarse con las modas que emanan de las otrora metrópolis (es decir, las capitales imperiales) dice no poco del modo -contradictorio- en que las ex-colonias se relacionan con su pasado. Que el lujo sea aún europeo entraña mucha geopolítica.
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