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Apareció en casa, hace unos meses, un bote de miel (de esos de plástico y tapa antigoteo) con la foto, en su etiqueta trasera, de un apicultor supuestamente llamado Saturnino. Yo soy, para ciertas cosas, un tipo algo chapado a la antigua y la miel, ... en concreto, es uno de esos alimentos que me resuena a remedios antigripales de abuela y a uno de los pocos reductos de pureza que quedan en el mundo (o eso creía yo hasta que apareció la miel de Saturnino en casa). La guasa con Saturnino reside en que la etiqueta del producto indica su elaboración «con mieles procedentes de Ucrania, China, Turquía, Indonesia, Vietnam y España». La globalización era esto: un líquido dorado conteniendo, en aparente convivencia pacífica y armónica, mieles comunistas y capitalistas, musulmanas, budistas y cristianas, asiáticas y europeas. El néctar libado, digerido y regurgitado por las hacendosas abejas globales. «Amigo Satur» –pensé– «más que apicultor, tú lo que eres es un trotamundos».
Hasta finales de enero de este mismo año (en que la Comisión Europea ha aprobado una revisión de las normas de etiquetado de la miel y otros productos), el modo en que todavía se describía el contenido de los botes de miel permitía llamar con ese nombre a prácticamente cualquier cosa y de cualquier origen. Da igual que una miel contuviese sólo 1% de miel española y un 99% de miel importada o que, por el contrario, fuese un 99% española y un 1% importada, el etiquetado era idéntico en ambos casos. No es casual que, según un informe del Parlamento Europeo, la miel sea el tercer producto del mundo más adulterado para su comercialización. Ay, Satur, Satur…
Pese a ello (o precisamente gracias a lo equívoco que resultaba el etiquetado), cada vez se consume más miel en España y en el mundo, convirtiendo a este en un grandísimo negocio global que mueve más de 8.500 millones de euros y crece un 5% interanualmente. Sus excelentes propiedades nutritivas, antioxidantes y antibióticas, junto a un arraigo milenario en la gastronomía española, convierten a la miel en un producto de consumo en alza y cada vez más presente en otros (bebidas funcionales, preparados para el desayuno y dulces, complementos nutricionales y parafarmaceúticos, etc). Pero, como en otros muchos casos (el pulpo a feira que puebla los menús de restaurantes de todo el país, no es gallego sino marroquí, las gambas no son de Cádiz sino vietnamitas y una lista ad infinitum de productos trasterrados o adulterados que pasa por los mejillones, las trufas, el azafrán, la vainilla o el aceite, etc.) con el resultado de que, en España, cada vez se consume más miel china y menos nacional.
El problema con la miel china no es que sea china ni que, en realidad, sea 'pseudomiel' (pues a menudo está mezclada con sirope de arroz o jarabe de remolacha), sino que España es el primer productor de miel de la UE con capacidad para –casi– autoabastecerse y la calidad de nuestra miel es muy apreciada internacionalmente. Pese a ello, ha habido años en los que el 90% de todo cuanto se ha consumido como miel en nuestro país procedía del gigante asiático. La noticia me llama poderosamente la atención pues –en casi veinte años viajando por el país– nunca he visto una abeja en China. No dudo que las haya pues es un lugar de dimensiones continentales y conozco peor el mundo rural chino que la China urbana. Imagino que, igual que hay en China una 'Metrópoli de la pantufla', la 'Ciudad del paraguas' o una 'Capital del Espárrago', exista también un lugar dedicado a la producción ingente de miel por cuyas calles esta fluye como lava y donde la gente vive en celdas hexagonales envuelta en un constante y ensordecedor zumbido de abejas.
Las afanadas abejas, como los chinos, nunca dejan de trabajar y China es también la 'fábrica mundial de miel'. Me sorprende, sin embargo, el dato pues aún recuerdo una noticia de hace no tantos años anunciando que, ante la alarmante disminución de las poblaciones de abejas en el campo chino, los agricultores de ciertas zonas rurales en China se habían visto obligados a polinizar a mano sus huertos. El cambio climático, los fenómenos meteorológicos extremos y el abuso –tan frecuente en China– de pesticidas, insecticidas, fungicidas y herbicidas, habían diezmado muchas de sus especies polinizadoras y convertido a los campesinos en tristes sustitutos de las abejas.
Precisamente lo extraordinario de la miel es que su variedad de colores, texturas y sabores la concede el clima, la flora y la estacionalidad de cada lugar. Así, no sabe igual la miel de brezo de las brañas cántabras, que la de romero de la Jara extremeña, la de pino segoviano, la de tomillo levantino, la del alcornocal andaluz o la de lavanda conquense. Son muchas las cosas que los chinos (u otros) producen mejor y más barato que nosotros… pero no la miel. ¿De verdad merece la pena comprar miel del otro lado del globo teniendo nosotros una de las mejores del mundo? Mientras nos lo pensamos, miremos bien las etiquetas para entender que Saturnino nos da miel que no es miel… pero miel da Saturnino.
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