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Otra vez, como cada año, nos acercamos al tiempo de echar cuentas y hacer balance de lo vivido en los últimos 12 meses. Y, como cada año desde hace un par de décadas, miramos un poco sin aliento la línea imaginaria que dibuja el «31 ... de diciembre», con la sensación de que cada día, cada hora y cada minuto nos acercan a un cambio hiperacelerado, introduciéndonos –más y más– en una era turbulenta sin precedentes en la historia humana y enfrentándonos a desafíos insólitos que van desde el cambio climático extremo hasta la inteligencia artificial descontrolada. Es fácil sentirse abrumado por esta vorágine, pero no es un espejismo: en los últimos 30 años el mundo ha cambiado más que en los últimos 300 y, de aquí al 2030, lo hará todavía más que en estas últimas tres décadas.
Escribía Benedetti que «el futuro no es una página en blanco, es una fe de erratas». En esa lógica, muchas ciencias, como la economía, sólo resultan infalibles cuando el futuro continúa proyectando en línea recta –ceteris paribus– las tendencias pasadas. Pero la vida no funciona así, nunca es rectilínea y los factores que explican nuestro «aquí y ahora» tampoco se mantendrán constantes. La realidad es caótica, contradictoria y, casi siempre, sólo encuentra sentido en retrospectiva. De este modo, los puntos de inflexión histórica recientes (el 11-s, la crisis financiera global, la pandemia del Covid-19 o los conflictos armados interestatales) obedecen casi siempre a eventos anormales, fuera de la «norma estadística», lo esperado o lo probable, para los que nadie parecía estar preparado.
Pese a esta evidencia, seguimos especulando sobre el futuro, aventurándonos en los reinos desconocidos del tiempo y la imaginación, porque el ser humano es curioso por naturaleza y tiene una inagotable sed de conocimiento en aras de un mañana mejor. En palabras de Albert Einstein: «El mundo que hemos creado es un proceso de nuestro pensamiento. No puede ser cambiado sin cambiar nuestro pensamiento». Es decir: son la imaginación, la innovación y el afán transformador los que nos hacen avanzar.
Desde los antiguos oráculos, el futuro siempre ha despertado una profunda fascinación pues en él habita la infinita posibilidad y no hay nada más libre que lo infinitamente posible. En su oscuro lienzo, se entrelazan nuestras esperanzas, sueños, miedos y ambiciones, todas las certezas y también sus ilimitados desafíos. El futuro es el territorio de la incerteza. Incluso en términos cuánticos, el «principio de incertidumbre» demuestra que sólo podemos llegar a alcanzar un conocimiento aproximado de cualquier fenómeno, basado sólo en probabilidades y en la imposibilidad teórica de superar cierto nivel de error. Pese a esta aleatoriedad relativa, precisamente en un mundo como el nuestro, caracterizado por cambios rápidos, imprevistos, interconectados y una gran incertidumbre, la capacidad de diseñar, anticiparse y prepararse para el futuro resulta una herramienta indispensable de adaptación y supervivencia. Una de las mejores maneras de lograrlo es explorando y detectando sistemáticamente las señales y cambios que indican tendencias tenues o sutiles, pero emergentes. Algunas de estas tendencias evolucionan lentamente y de manera predecible, haciéndolas adecuadas para la planificación a largo plazo (como la demografía o la climatología), mientras que otras son inciertas, súbitas o apenas perceptibles. En sus líneas se escribe el futuro.
Algunas de las principales megatendencias actuales componen también las principales megaamenazas a las que nos enfrentamos globalmente: el cambio climático, la superpoblación, la volatilidad económica, las tecnologías disruptivas emergentes, el aumento del populismo, del autoritarismo y de la desinformación, las tensiones geopolíticas y el aumento de los conflictos armados. A su vez, los escenarios futuros que estas megaamenazas plantean son fundamentalmente cuatro: 1. Colapso (posible). 2. Más de lo mismo (plausible). 3. Transformación catastrófica (probable) y –la preferible– 4. Supervivencia y sostenibilidad.
Todos estos escenarios futuros son complejos, globales y requieren un cambio sistémico, no soluciones aisladas. A su vez, lo peculiar de cualquiera de estos desafíos es que no plantea un problema de escasez, sino nuestra incapacidad como especie para gestionar y gobernar la abundancia de manera efectiva. ¿Cómo gestionar, entonces, este tsunami de cambios, disrupciones y transformaciones que serán la norma a lo largo del próximo año 2024, esta misma década y el resto de nuestras vidas? La respuesta es doble: conocimiento y comunidad. En la procelosa mar del siglo que nos ha tocado vivir, el conocimiento actúa como una brújula, guiando decisiones mejor informadas e inspirando sentido crítico en medio del cambio imperante. Por su parte, el arraigo y la pertenencia a una comunidad local o global hace las veces de embarcación resistente, en la que encontrar perspectivas diversas y apoyo compartido. Conocimiento y comunidad. Brújula y embarcación. Esos son también mis deseos para el año que viene. Y Esperanza, claro. Sin ella no vamos a ninguna parte. Felices fiestas a tod@s.
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