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Subir escaleras cansa. Por eso cada hora, cada día, cientos de millones de personas, metidas en cajas de acero y aluminio, suben y bajan sin esfuerzo a través de las entrañas de edificios en todo el mundo. Este artículo podría haberse titulado san Schlinder… o ... san Kone, ThyssenKrupp, Hitachi, Mitsubishi o san Imem, pero fue Otis quien inventó en 1852 el primer montacargas de seguridad de la historia y a su amparo me encomiendo cuando me meto en uno de esos artefactos. Yo, que padezco claustrofobia, nunca pensé que iba a pasarme tanto tiempo metido en ascensores. Aunque el más peligroso de cuantos yo he cogido nunca es uno de cajones enlazados en ciclo sin fin (conocido como 'Paternoster' y aún en funcionamiento) instalado en el interfacultativo de la Universidad de Viena, China se lleva la palma en la cantidad de kilómetros que uno recorre en ascensor a lo largo del día. Con más de 130 ciudades habitadas por al menos un millón de habitantes y cientos de miles de edificios superando las 15 alturas, quien sufre claustrofobia no lo tiene fácil en China. A muchos rascacielos de esas ciudades (que parecen diseñadas para ser visitadas 'en camilla' por su increíble verticalidad) me han subido ascensores y su uso es la normalidad cotidiana de cientos de millones de chinos. Pero no hace falta vivir en China o en lo alto de las torres madrileñas de La Paz para necesitar un ascensor.
Vivimos como vivimos –en altura, apilados unos sobre otros– gracias a este prodigio de la tecnología eléctrica e hidráulica que transporta, en sólo 3 días, a una cantidad de pasajeros equivalente a toda la población planetaria. Sólo en nuestro país suben y bajan permanentemente más de un millón de ascensores. Las ciudades modernas, donde cientos de miles de almas se concentran en áreas relativamente pequeñas con muy alta densidad de población, son posibles gracias a la construcción en altura. Nadie en su sano juicio se iría a vivir, a trabajar o de compras a un edificio de más de 6 plantas sin ascensor. No por nada, el valor de un piso español, sin ascensor y en un edificio de más de 3 plantas, puede disminuir hasta un 30%.
Teniendo en cuenta la inmensa cantidad de personas transportadas a diario, globalmente y sin un rasguño, en estos subeybaja, la posibilidad de morir en un accidente de ascensor resulta mil veces menor que la probabilidad de morir bajo el impacto de un meteorito y hasta veinte mil veces menor que la de fenecer en un accidente de avión. Y, sin embargo, a mí no me gustan los ascensores. Tampoco es casual que, pese a haber vivido en el extranjero durante 22 años, haya sido España el único sitio donde me he quedado encerrado –por tres veces– en ascensores. El motivo es doble: por un lado, el éxodo rural que experimentó España en la posguerra y el desarrollismo urbanístico en altura nos han convertido en el país con mayor cantidad de ascensores per cápita del mundo (1 por cada 20 habitantes), el doble que la media europea. Así, dos terceras partes de la población española dependen de ascensores para subir a sus hogares, puestos de trabajo o lugares de ocio. Por otro lado, mientras China dispone de un parqué de ascensores relativamente moderno, en nuestro país, la edad media de más de la mitad de ellos supera el cuarto de siglo: auténticas antiguallas rodantes.
En China, los ascensores no sólo cumplen su labor primaria de montacargas sino que se han convertido en máquinas hiperconectadas generadoras de un Big Data que permite a fabricantes (y al propio gobierno) monitorear el funcionamiento de los aparatos y, también, a quienes los emplean. Además, prácticamente todos los ascensores chinos están equipados con cámaras CCTV conectadas a la centralita de la policía y de la administración del edificio correspondiente. Asimismo, los ascensores chinos están sembrados de pantallas que amenizan (o torturan, según se mire) al pasajero con todo tipo de promociones comerciales y anuncios oficiales. Y es que la experiencia de viajar en ascensor en China no está exenta de peculiaridades desconocidas en otras latitudes y que tienen su importancia sociológica. Por ejemplo, es famoso el hecho de que muchos edificios chinos prescinden del botón 4 o 14 en sus ascensores pues es un número que atrae la mala suerte. Aparte de que los ascensores en China suelen abarrotarse hasta límites insospechados y que, durante un trayecto con quince o veinte paradas, la gente aprovecha para comer, trabajar (o incluso dormir), llama la atención del visitante el uso intensivo (casi con saña) que los chinos hacen de la tecla 'cerrar puertas' para evitar que algún incauto impida al ascensor seguir su trayecto.
Los encuentros, aprendizajes y anécdotas que me han acontecido en los ascensores chinescos dan para escribir un libro pero historias aterradoras de gente atrapada en ascensores durante días o el pésimo mantenimiento de los ascensores de marcas locales (sumadas a mi claustrofobia) han servido para familiarizarme mucho con las escaleras de emergencia de los edificios en China: un auténtico inframundo en el que, lejos del auxilio de san Otis, habitan las más extrañas criaturas y donde uno sí que corre verdaderos riesgos para su integridad física. Pero esa es otra historia…
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