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Excéntricos, aventureros y brillantes, pese a los sentimientos encontrados que a menudo genera la 'pérfida Albión' en muchos españoles, las islas británicas resultan un pozo inagotable de tradiciones, tendencias, descubrimientos… y personajes carismáticos. Desde que, a finales del siglo XVII, se extendió entre los jóvenes ... británicos pudientes la costumbre de emprender viaje, una vez alcanzada la mayoría de edad como parte de su entrada iniciática en la edad adulta, desde Lord Byron hasta Patrick Leigh Fermor pasando por Washington Irving o Bruce Chatwin, la nómina de trotamundos literatos que ha producido la Gran Bretaña es generosa. 'Grand Tour', lo llamaban: una suerte de 'Erasmus' primigenio y una magnífica idea, pues pocas cosas enseñan tanto como recorrer el mundo con una mochila a la espalda cuando se es joven. Así, aunque no encaja en el modelo de aristócrata (ni en el de escritor) de otros viajeros románticos coetáneos, el protagonista de esta historia es una pintoresca figura que cayó presa del orientalismo decimonónico. Digno de ser llevado al cine, este es el relato de un soñador de tomo y lomo, de un adelantado a su tiempo, inadaptado a su país y al sentido común predominante; de un chiflado romántico que desafió todos los obstáculos para cumplir su sueño. Su historia, casi olvidada, se desentierra cuando, en 2015, en el armario de una librería londinense de viejo, se descubren cientos de legajos relatando sus hazañas. Como en las grandes novelas.
Érase una vez el hijo de un clérigo inglés de provincias que, en 1800, se interesa por China y el idioma chino en un momento en el que nadie en Europa estudiaba chino pues, para empezar, la dinastía Qing reinante prohibía –bajo pena de muerte– la entrada y la mera enseñanza de su idioma a los extranjeros. ¿Cómo estudiar China, el idioma chino y a los chinos en un tiempo en el que ni había chinos en Europa, ni bibliografía alguna sobre el gigante asiático? A pesar de los inmensos desafíos logísticos, las protestas de su familia y el riesgo para la vida que suponía viajar en aquella época, Thomas Manning no renunció a conocer, de primera mano, aquel remoto, misterioso y fascinante país. Para ello, se enroló en la Compañía de las Indias Orientales, adquiriendo unas destrezas sanitarias previas con las que supo ganarse la vida a lo largo de los años venideros. Al llegar a Cantón y ser informado de que la entrada a China estaba vetada a extranjeros, Manning empezó a hacer gala de su carácter tozudo, valiente y extravagante intentando acceder a China disfrazado de vietnamita, lo cual, con su talla, tez blanca y larga barba, resultaba cuando menos cómico. Lejos de arrugarse, Manning opta por viajar a Calcuta desde donde, pese a ser un flojo montañero y un peor jinete, Manning decide entrar en China por Tíbet, atravesando la mayor cadena montañosa del mundo. El sólo mérito de llegar a Lhasa –5.000 kilómetros y 10 meses después– sin perecer bajo el frío o la altitud y lograr conocer al Dalai Lama –un niño de siete años– lo convierten en el primer inglés (y uno de los escasísimos occidentales) que contempló el palacio de Potala con sus propios ojos. Pero no se vayan todavía: ¡aún hay más!
Inasequible al desaliento, el bueno de Manning tuvo que abandonar Tíbet y regresar a Calcuta, tras lo cual se enroló como traductor de la delegación diplomática que acompañaba a Lord Amherst en una de aquellas embajadas que pretendían convencer al emperador chino de turno de las bondades del comercio con el Imperio Británico. De este modo Manning logró su sueño de ver Pekín, pero la gloria fue efímera pues, al día siguiente de llegar, los ingleses fueron invitados a volver por donde habían venido. Cansado –ahora sí– de tanto viaje, tanto ir y venir, tanta frustración y tantos sinsabores chinescos, Manning zarpa de vuelta a Gran Bretaña en un barco que naufraga frente a las costas de Java y, huyendo de la celebérrima pirata Zheng Shi, logra ponerse a salvo remando cientos de millas hasta alcanzar la costa junto a una docena de supervivientes. Pero no acaban aquí las hazañas de nuestro carismático personaje pues, en Batavia, embarca en otro navío rumbo a Inglaterra que hizo escala en la isla de Santa Helena donde residía, cautivo y desterrado, el mismísimo Napoleón Bonaparte, con quien –¡cómo no!– Manning logra entrevistarse.
Pero ¿qué le movía a Manning en su empeño por aprender chino y comprender China de primera mano? El visionario inglés estaba convencido de que el estudio comparativo de una de las civilizaciones más antiguas y avanzadas del mundo, su vida social y sus valores, en yuxtaposición a la filosofía griega, lograría fusionar la sabiduría oriental con la occidental, para destilar un conocimiento profundo de la naturaleza humana. Especialmente dotado para las matemáticas, la poesía, las adivinanzas y las aventuras rocambolescas, el único libro que Manning nos ha dejado es una traducción al inglés de chistes chinos pues creía que el humor acerca culturas y los chistes ofrecen una ventana a la sociedad que ayuda a vislumbrar cómo es realmente la vida. No puedo estar más de acuerdo con el viejo Manning ni evitar sentir auténtica simpatía por un tipo tan estrafalario como entrañable.
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