He venido a hablar de mi libro
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Observar el arroz crecer es una manera de mirar el futuro y su prometida abundanciaLa obra maestra de García Márquez 'Cien años de soledad' pudo haberse titulado 'La casa'; '1984', de George Orwell, estuvo a punto de publicarse bajo el título 'El último hombre de Europa' y, si la viuda de Hemingway no lo hubiese evitado, el libro 'París ... era una fiesta' lo conoceríamos como 'Las buenas uñas son de hierro'. Publicar un libro siempre es un ejercicio de valentía (y de vanidad). Uno trabaja en solitario durante semanas, meses e, incluso, años, juntando palabras para dar con la mejor manera de captar una idea y transmitirla. Piensa, repiensa, mastica, rumia, corrige, vuelve a corregir hasta que, por fin, sale a la luz un manuscrito que –con suficiente suerte– acaba siendo publicado. El nombre que bautiza a un libro importa, pues se convierte en anzuelo e invitación a la lectura. Lo inmortaliza o lo defenestra. Lo hace destacar o lo deja en la estacada.
El título original del libro que acabo de publicar con la Editorial Ariel (Grupo Planeta) iba a ser 'Todos seremos chinos. 88 cápsulas para sobrevivir en un mundo achinado'. Aquel título, provocativo e impactante, pretendía captar la atención de quien dejase deslizar su mirada por las estanterías de una librería y sugerirle la pregunta: «Espera, ¿!¿cómo que todos seremos chinos?!?».
Nunca antes –hasta la publicación de este libro– supe bien en qué consistía exactamente la arcana profesión de editor. Imaginaba que su función era la de leer y leer manuscritos seleccionando aquellos que mejor satisfacen la demanda de los lectores para, después, maquetarlos hasta dar forma a un libro. Ahora entiendo que el editor es quien (además de eso), «guía y asesora» al autor –pobrecillo ser atrapado en los límites de su propia obra–, orientándole, aconsejándole y ayudándole a perfeccionar el texto del libro; puliéndolo, corrigiéndolo y mejorándolo. Un buen editor logra hacer de un buen texto una gran lectura. Mi manuscrito tuvo la suerte de caer en manos de un editor sereno, lúcido y experimentado llamado Emilio Albi que, además de apostar por el manuscrito, tuvo a bien disuadirme de no convertir el título en un arma arrojadiza o un ahuyentador de lectores. Mi libro no es precisamente beligerante y, en cambio, acerca la realidad pedánea y cotidiana de un país llamado a escribir una buena parte de nuestro futuro. No oculta la crítica, pero humaniza una mirada a menudo polarizada y habla, a pie de calle, de un pueblo hospitalario, entrañable y simpático. El chino.
China no tiene demasiados fans en Occidente y despierta sentimientos de temor, escepticismo o, directamente, rechazo. Por ello, aunque estudiadamente hiperbólica, la afirmación «Todos seremos chinos» lejos de atraer, podía espantar a buena parte de mi lectorado potencial. Tras no pocos tiras y aflojas (pues yo, como muchos 'padres', estaba enamorado de mi 'criatura' y de su fe de bautismo), la prudencia, el buen juicio y el criterio experimentado se impuso y el libro se ha publicado con el título 'Observar el arroz crecer'; un título que pretende captar la poética, la belleza y la profundidad de muchas de las reflexiones que contiene. No obstante, el subtítulo que lo acompaña 'Cómo habitar un mundo liderado por China' mantiene esa advertencia que también pretende el libro: Ojo, el mundo ya ha cambiado pero nosotros no hemos modificado aún nuestra forma de mirarlo. El siglo XXI –simplificando al máximo– se resume en dos desafiantes megatendencias: combatir el cambio climático y aprender a convivir y competir con China. Es preciso comprender ambos procesos para poder gestionarlos adecuadamente. Y sobrevivir.
¿Y el arroz? El arroz es un pararrayos del hambre que da de comer a mucha gente. Allí donde se cultiva arroz siempre han convivido multitud de personas, pues su producción es muy intensa en mano de obra. Su cultivo y cosecha exigen de una organización estricta del trabajo y de la sociedad a la que alimenta. Esa organización social explica un colectivismo profundamente chino donde el arrozal se considera más importante que cada uno de los campesinos individuales que lo cultiva. Además, en el acto de 'observar' está implícita la lentitud de los ciclos naturales, la imprescindible paciencia que exige obtener frutos, así como el optimismo de quien siembra esperando recoger. Observar el arroz crecer es una manera de estar en el mundo, una forma de mirar el futuro y su prometida abundancia. Quien ha vivido en China es capaz de 'visualizar' a ese campesino que, en cuclillas, observa paciente la evolución de su trabajo y sabe que las manos de la 'gente china del arrozal' siguen siendo las que dan cuerda a la fábrica del mundo. 'Observar el arroz crecer' es el título más chinesco que podía tener este libro dedicado a los aprendizajes que me ha brindado la mayor escuela en la que yo he estudiado nunca. A la par, es el título menos chino con que yo podía bautizarlo: probad a pedirle a un chino que lo pronuncie. Tela marinera.
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