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Era un día tristón, seguramente un lunes de invierno o así me lo parece ahora. Iba yo caminando por la vida a pasito menudo («toca la vida sus palmas y tañe sus instrumentos», dice Pepe Hierro en 'Desaliento'), transitando con temor a que las piedrecitas, ... los obstáculos, hubieran sido transformados en ascuas de las que perduran en las hogueras de San Juan y queman. Iba de puntillas por si acaso, y se me vino encima un alud de melancolía sobre los hombros tras la pregunta del millón que nunca deberíamos de platearnos con veintitantos años, cuando, lo único que se puede lograr es avanzar por camino equivocado, o en dirección hacia un bloqueo mental indeseado.
Justo lo contrario de lo necesario como exigencia del guion de la sensatez. La formula todo ejército de opositores o de aspirantes a cualquier ilusión en el momento crucial de sus vidas: «¿Seré capaz algún día de alcanzar mis sueños, mi familia, mi casa, mi nómina? ¿Seré un fracasado?».
Aunque inevitable, no es precisamente una pregunta de autoayuda, y se hace mirando siempre alrededor: hacia fulanito, que lo consiguió; hacia fulanito y menganito, que fracasaron… Pregunta tan obligada y decente como inútil, que define a un tipo 'en lucha', aunque a esa edad, sin duda, vale su peso en oro.
Esa misma cuestión, pasado el tiempo, se me propuso a mí –y seguro que fue también en día tristón que no recuerdo y probablemente un lunes olvidado– en busca de una respuesta útil, en este caso supongo que inducida por mis canas, o por alguna cualidad oculta que me diera autoridad, estimo que en pleno revolcón depre de mi interlocutor. Y no supe responderla.
Después de tantos años, de tantos tropezones y retos conseguidos y de tanto cariño demostrado, no pude salir de la neblina. Para matarme. Porque balbuceé: «Quizá no, probablemente no». Y seguí caminando nervioso volando sobre otros temas y sin saber cómo volver al asunto y aclararlo.
No hizo falta, regresó contundente: «¿Sabes que necesitaba realidades?», me dijo. Y ya no volvimos a hablar de ello.
Pasaron los años y en un horizonte mutado, estable, con plaza, con novia, con casa, con justicia, recibí una frase inesperada de tío grande: «Qué bien me vinieron tus palabras de hace años en mi desconcierto. Fue aceptar que el triunfo no lo es todo… ¡y triunfar! ¡Gracias papá!». «De nada, hijo». Y seguí orgulloso transitando por la vida que toca siempre sus palmas y tañe sus instrumentos.
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