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Cada generación, dicen, debe enfrentarse a sus propios fantasmas y a los enemigos que le tocan en suerte. El personal no puede armarse de mitos ... para simular una ocupación anacrónica; la vida no va de eso. A estas alturas, sería absurdo dárselas, por ejemplo, de pompeyano o antipompeyano, asumiendo que el espíritu del rival de César continúa campando en el engranaje de nuestro mundo.
Sin embargo, la historia, lejos de ofrecer aperturas y cierres a determinados acontecimientos, facilita su conversión en herramientas perfectamente adaptadas al presente. Cada año que pasa, las ideologías del siglo XX se manifiestan con nuevos bríos y disparatadas formas que permiten su reanimación como desfigurados monstruos de Frankenstein, sólo vivos en apariencia, pero lo suficientemente rotundos para enfangar los debates posibles. En España, sin ir más lejos, la palabra fascista se arroja con asombrosa facilidad por aquellos que, irónicamente, más tienen en común con un credo sostenido en la primacía de la tribu (encarnada en la política totalitaria) sobre las libertades individuales y en la utilización de bandas paramilitares con voluntad de exterminio. Quienes más gustan de revivir el fascismo -y de autoproclamarse orgullosamente como antifascistas- desperdiciaron la oportunidad de enfrentarse a un enemigo real y cotidiano en su propio territorio. Hasta hace bien poco, ETA fue un totalitarismo activo y eficaz, con sus postulados étnicos de obligado consumo y sus masacres.
Recuerden que, el día en que sus conciudadanos se manifestaban contra el secuestro de Miguel Ángel Blanco, ese 'hombre de paz' llamado Otegi disfrutaba tranquilamente de un día de playa. El 'Mandela vasco', el 'antifascista' con buenísima prensa entre la progresía mesetaria, no condenó el asesinato. Ni aquel ni ningún otro. Claro que ETA utilizó bien su salvoconducto guerrillero y, por lo tanto, nunca dejó de ser, para algunos, síntoma de un 'conflicto político' que exigía soluciones dialogadas. Por eso, los pronunciamientos militares son golpes o revoluciones dependiendo de la etiqueta autoimpuesta.
Lo del fascismo tiene difícil encaje con lo que ocurre en Kabul, aunque los comisarios políticos se apresuran a culpar a Aznar y a Vox de la caída de Afganistán. Tratar de armar un discurso partiendo de la comunión dogmática nos aleja de la verdad. Kabul es la imagen de su aeropuerto a rebosar, de los muertos por las bombas y de las mujeres esclavizadas. Es la tragedia de un país que vuelve al sometimiento teocrático. Mientras tanto, en Valencia, miembros de un partido marginal despliegan una pancarta en favor de Stalin y periódicos de amplia difusión nos avisan de la islamofobia que late en las críticas al fenómeno talibán. Los fantasmas van ganando.
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