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Ocurre con alguna frecuencia que, con la excusa de defender la neutralidad, la libertad de expresión o la justicia social, se prohíben símbolos religiosos en ... lugares públicos, se cuestionan las procesiones de Semana Santa, y algunos representantes del pueblo se niegan a participar en actos religiosos invocando el carácter laico del Estado. No conviene confundir laicidad del Estado con Estado laicista, pues esa confusión perjudica la pluralidad que visibiliza riqueza y vitalidad social. El Estado laico se presenta como garante de la libertad. Ahora bien, si los dirigentes estatales manifiestan fastidio o, más aún, intentan suprimir la presencia pública de la Iglesia u otra confesión religiosa demuestran que ya no se trata de laicidad positiva, sino de laicismo beligerante.
La laicidad del Estado requiere separación y neutralidad, pero no puede pretender que la sociedad sea laica. El artículo 16 de nuestra Constitución y las sentencias del Tribunal Constitucional han utilizado la expresión laicidad positiva para interpretar el artículo 16.3 de nuestra Carta Magna. En efecto, nuestra Constitución no postula, ni en el espíritu ni en la letra, la exclusión del hecho religioso en la vida social y pública o su reducción al ámbito exclusivo de las conciencias o los templos. Como todo lo que afecta a las personas, las convicciones y los valores tienen repercusión en la esfera social. Y, tanto por su significación histórica como por ser mayoritaria, declara una especial colaboración del Estado con la Iglesia católica a favor de los ciudadanos.
La laicidad tal como la entienden las democracias avanzadas, no es una religión, sino una actitud del Estado ante el hecho religioso. Laicidad es ante todo neutralidad. Y la neutralidad no es equidistancia entre creer y no creer. Consiste más bien en respetar y no tomar partido ante las distintas creencias y estilos de vida que los ciudadanos deciden seguir. Desde la neutralidad no cabe promover una política basada en una concreta religión, ni siquiera la civil, con la intención de imponerla a todos mediante las leyes.
Por otra parte, «la sana laicidad implica que el Estado no considera la religión como un simple sentimiento individual, que se puede confinar al ámbito privado. Al contrario, la religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública. Esto supone, además, que a cada confesión religiosa (con tal de que no esté en contraste con el orden moral y no sea peligrosa para el orden público) se le garantice el libre ejercicio de las actividades de culto -espirituales, culturales, educativas y caritativas- de la comunidad de los creyentes. A la luz de estas consideraciones, ciertamente no es expresión de laicidad, sino su degeneración en laicismo, la hostilidad contra cualquier forma de relevancia política y cultural de la religión; en particular, contra la presencia de todo símbolo religioso en las instituciones públicas» (Benedicto XVI, 'Discurso a los juristas católicos italianos' 9-12-2006).
Profundizando un poco más caemos en la cuenta de que el laicismo suele esconder una visión negativa de la religión. Por eso se pretende que el espacio de lo público debe estar al margen de cualquier convicción o actividad religiosa. En nombre de esa teórica neutralidad se silencia y se extirpa la dimensión religiosa que lejos de ser perniciosa, aporta mucho a la formación de las personas y a la convivencia social. Se afirma como acto supremo de generosidad que en el ámbito privado puede cada uno ser tan religioso como quiera pero sin pretender que sus creencias tengan repercusión social. Curiosamente no se sigue el mismo comportamiento con los llamados movimientos 'emancipadores' como el feminismo, incluso el radical.
Por otra parte, nada es neutro cuando se trata de conductas humanas. Las personas y las instituciones se inspiran en una visión del hombre para establecer sus referencias de juicio y sus líneas de conducta. Si prescinden de la trascendencia y no admiten otros criterios distintos a los suyos sobre el hombre y su destino, podrían convertirse fácilmente en un poder totalitario, como muestra la historia (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2244).
La Iglesia se opone tanto a la exclusión de la religión del ámbito público como al fundamentalismo religioso y sus efectos de intolerancia. Porque ambos impiden el encuentro entre las personas, su colaboración para el progreso de la humanidad, y empobrecen la vida pública, mermando las libertades fundamentales y el reconocimiento de la diversidad como camino a la unidad.
Un pensador alemán, Jurgen Habermas, ha denunciado que «una secularización descarrilada» debilita los vínculos democráticos y aniquila las fuentes de la solidaridad de las que depende el Estado. Estoy seguro de que no deseamos empobrecer la razón y ahogar la memoria y la esperanza, ni generar cultivos de resentimiento y hostilidad en quienes no se sientan socialmente respetados.
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Ana del Castillo
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