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Uno de los logros de Mao Zhedong como mandatario fue la unificación lingüística de China, un país en el que conviven 300 dialectos regionales y donde, pese a compartir unos mismos caracteres escritos, basta con desplazarse un par de docenas de kilómetros para no ... entender la lengua local vecina. Mao, que alcanzó el poder en un país fragmentado y analfabeto, comprendió que su proyecto de Estado y su plan de reconstrucción nacional pasaban por conceder derechos civiles a las mujeres y alfabetizar a la población en un mismo idioma común. El recién proclamado Gobierno simplificó, en 1955, los caracteres tradicionales chinos para hacer más sencilla su escritura y su aprendizaje, se eligió el dialecto de Pekín como fonología oficial en todo el país y se estableció como lengua vehicular de la administración y la educación. El propio Mao, procedente de una provincia del sur de China (Hunan, muy alejada de Pekín), nunca dominó perfectamente el «mandarín», idioma que siempre habló con un fuerte acento «hunanés».
El Gobierno chino siempre ha entendido que el idioma es la columna vertebral de la cultura común que entronca su país. Hoy, 71 años después, todos los niños chinos cursan su escolarización obligatoria en ese idioma común, todos comparten unos mismos contenidos en su currículum educativo y todos son evaluados de la misma manera, en todo el territorio. El régimen de Pekín sabe que la unidad educativa e idiomática es una parte indispensable de la cohesión territorial de China, para que todos los ciudadanos dispongan del mismo umbral de oportunidades y derechos respecto al idioma.
A lo que nosotros llamamos chino «mandarín» - el chino estándar -, los chinos lo denominan «PuTongHua»; literalmente: la lengua común. Ese mismo idioma oficial es compartido en otros territorios donde hay mayoría étnica de origen chino: Taiwán, Singapur, Macao o HongKong comparten esa protección por una lengua común que les une con estrechos vínculos de fraternidad, más allá de diferencias políticas. Todos tienen claro que merece la pena proteger los lazos idiomáticos para que, aquellos que comparten gran parte de sus genes, una historia y un «software» (otra vez Confucio, Lao-Tsé y Buda) comunes puedan, además, comunicarse en un mismo idioma. Para los gobernantes de cualquiera de esos territorios (con intereses, a menudo, enfrentados) sería un disparate no cuidar ese acervo común, un error estratégico mayúsculo y una auténtica traición a sus antepasados. El Gobierno chino, consciente de las inmensas posibilidades laborales que brinda a sus estudiantes una formación lingüística en castellano, ha incorporado nuestro idioma al catálogo educativo de segundas lenguas opcionales en bachillerato, junto al inglés, al ruso y al japónes. Paradójicamente, con esta decisión, se garantiza la enseñanza semanal de más horas de castellano en China (4) que en Cataluña. Esperpéntico. Ese es el error y el drama.
La lengua española es mucho más que una herramienta global de internacionalización, es un idioma universal: un lugar donde, a diario, nos encontramos 600 millones de personas de todo el mundo; la gran plaza pública donde convivimos 25 naciones hispanohablantes. Es, además, una seña de identidad, una forma de amueblar la mente, de abordar y compartir el mundo. Ni mejor ni peor que otras, la que tenemos en común. Proteger el idioma común en España, garantizar el deber constitucional de que lo aprendan todos sus ciudadanos, no es baladí: estamos hablando de la lengua materna más hablada en el territorio geográficamente más disperso del planeta. Es una herencia de nuestros mayores y un verdadero tesoro: el mayor patrimonio histórico de que dispone España y un activo que representa el 16% del PIB nacional. Nada más y nada menos. Pero es mucho más que eso: el español es uno de los seis idiomas oficiales de las Naciones Unidas y el que más crece porcentualmente, en número de hablantes, de todos ellos (un 800% en la última década). No promocionarlo activamente en todo el territorio español es una equivocación mayúscula. El drama, además, es que el idioma en el que se escribió la novela definitiva, la obra magna de la literatura universal, se arrincone y se desproteja en el país donde nació. Es, además, el lenguaje en el que, a lo largo de siglos, escriben y escribieron sus pensamientos, sus sentimientos y el producto de su imaginación algunos de los mejores pensadores, poetas y novelistas que ha dado a luz la historia universal. El español ecuménico, el universal, el panhispánico es un tesoro común. Y es de todos porque lo construimos juntos, a diario, en más de 25 países. Es, además, el lugar desde el que 600 millones de personas miramos y nos contamos el mundo. Merece la pena no vilipendiarlo.
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