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Los espías del nacionalismo catalán han descubierto con horror que sus niños hablan castellano en el recreo. Esta noticia me ha recordado un comentario que escuché en cierta ocasión a Mario Onaindía, dirigente vasco que transitó desde ETA a Euskadiko Ezkerra y al socialismo, ... y que falleció con solo 55 años. Vino a decir con ironía que, en su juventud, los chicos hablaban en euskera en el recreo porque era lo subversivo, mientras que en ese momento sucedía al revés: pillados en la inmersión escolar en vascuence, la chavalería utilizaba el castellano en el recreo.
No tenga usted ninguna duda de que, si hubiera existido una lengua específicamente cántabra, hoy sería idioma cooficial de la autonomía, y habría un modelo 'A' de educación en inmersión vernácula, que se impondría porque las familias no querrían dejar en desventaja a sus hijos frente a futuras prebendas legales (requisitos lingüísticos en oposiciones o en empleos privados, por ejemplo). Seguramente existiría, a partir del hecho de la lengua, una normalización mediante una Academia exprofeso, y un partido nacionalista encargado de decir que ese lenguaje peculiar era testimonio antiquísimo de la unidad étnica, fundamento biológico de la pretensión de soberanía, quién sabe si de independencia.
Y también con toda probabilidad nuestros hijos e hijas hablarían castellano en los recreos. Naturalmente, no podemos comprobarlo, pero es interesante la explicación de por qué no. No podemos comprobarlo porque Cantabria, La Montaña o como queramos denominar a nuestro precedente geopolítico, fue una raíz de la aparición del condado, luego reino, de Castilla en la Edad Media y de su evolución lingüística. No lo hicimos en solitario: también Álava y el sur de Vizcaya hubieron de tener papel no pequeño. Por eso hay un historiador que ha titulado un artículo académico señalando Amaya (hoy en la provincia de Burgos) a la vez como capital de los cántabros y cuna de los castellanos. Y la verdad es que los cántabros no nos ocupamos de Amaya porque tenemos miedo (infundado) de ir a ocuparnos también de los castellanos, cosa que no creemos ser, y en cuyo no-querer-serlo se fundamentó nuestro actual autogobierno.
Se ha intentado templar esta evidente paradoja (importancia determinante de la meseta en los antiguos cántabros; origen parcialmente montañés de Castilla y de su idioma) a través de Valderredible. Lo cual me motiva porque yo también desciendo de allí. Ahora se promueve en San Andrés de Valdelomar un centro de estudios sobre el español. Esperemos que fomente el turismo un poco más, en proporción, que el de Comillas. El caso es que algunos que no son científicos, pero sí políticos, abrazan la teoría de un profesor estadounidense que afirma que el castellano nació valluco. Así el hecho diferencial cántabro estaría, no en el idioma común, sino en haberle dado origen.
Se trata de algo no muy diferente de cuando los vascos anteriores a 'la Cantabria' del padre Flórez presumían de ser los auténticos cántabros y, por ello, los genuinos y más antiguos españoles. Solo con dolor de corazón el clero y la hidalguía vascos se fueron resignando, a partir del siglo XVIII, a no ser herederos de los heroicos cántabros. Y de ese no ser cántabros, españoles originarios, les salió la idea de ser otra cosa no menos originaria y prehistórica, pero esta vez diferente de España. Como la historia ya no alimentaba su vanidad, en vez de pasar a la modestia lo que hicieron fue redactar otra historia distinta, con el resultado de que ahora se considere extraordinario que las mocedades vascas hablen castellano en el recreo, un idioma que con toda probabilidad los hablantes vascos contribuyeron a crear.
Gabriel Celaya, el poeta social de Hernani, reflejaba muy bien en sus 'Cantos iberos' esta solidaridad espontánea que el vasco siente ante la lengua castellana: «Hablando en castellano, / mordiendo erre con erre por lo sano, / la materia verbal, con rabia y rayo, / lo pone todo en claro». O también: «Hablando en castellano, / las vocales redondas como el agua son pasmos / de estilo y sencillez. Son lo rústico y lo sabio. / Son los cinco peldaños justos y necesarios / y, de puro elementales, parecen cinco milagros».
¿Y si el castellano no hubiera nacido en Valderredible? Hay algo un poco absurdo en decir que una lengua natural, como el español, el francés o el alemán, «ha nacido» en un lugar o fecha determinados. Las lenguas se van formando y evolucionan, obra mancomunada de sucesivas generaciones y de pequeñas azarosas modificaciones, de esa dialéctica que Saussure situaba entre el conservador espíritu de campanario y el innovador espíritu de mercado. Una lengua se crea por todas partes donde vive la comunidad que la utiliza. No nace en un monasterio ni en un manuscrito. En cualquier caso, si recordamos topónimos de repoblación en el mismo valle, como Báscones de Ebro (o no muy lejos, Basconcillos del Tozo o Báscones de Ojeda), es claro que hubo una mezcla de, como mínimo, cántabros y vascos.
Valderredible pudo muy bien pertenecer, por estar en el eje del alto Ebro, a la región donde iba brotando una nueva forma de hablar, mientras que posiblemente Liébana y las comarcas occidentales vinculadas a la corona astur-leonesa serían afectadas de inicio por el romance leonés, más afín al gallego. No es imprescindible defender que el castellano nació en San Martín de Elines. Valderredible es un valle inolvidable sin necesidad de esas atribuciones, tan gloriosas como dudosas. Basta asumir globalmente de dónde, y de quiénes, surgirían Castilla y su lengua. El origen vasco-cántabro quizá explica dos comentarios medievales citados por el lingüista Manuel Alvar, referidos a los castellanos y su habla. El primero: «Castellae vires per saecula fuere rebelles», 'los varones de Castilla siempre fueron rebeldes'. El segundo: «Illorum lingua resonat quasi tympano tuba», 'su lengua resuena como una trompa'. Idioma sonoro de espíritus indómitos. Indestructible, porque se podrá suspender una autonomía, pero ¡a ver quién es el guapo que suprime el recreo!
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