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Aprender otro idioma es también aprender la historia de otra sociedad. Y no solo en palabras aisladas, a través de etimologías, sino sobre todo en frases hechas que tuvieron origen en un acontecimiento. Así, donde nosotros venimos a decir en castellano «leer la cartilla a ... alguien», en el sentido de reñirle e instarle con vigor a la enmienda de su conducta, los angloparlantes usan a menudo la expresión «leer a alguien la ley antidisturbios».
El nacimiento de esta fórmula (en el original, 0to read the Riot Act0) es políticamente apasionante. Su enunciado completo, cuando la aprobó el Parlamento inglés, era: «Ley para Prevenir Tumultos y Asambleas Alborotadoras, y para el más Rápido y Efectivo Castigo de los Alborotadores». «Ley antidisturbios» me parece traducción concisa y leal.
Al tiempo que en España concluía nuestra Guerra de Sucesión, se produjo en Gran Bretaña la entronización de su primer rey alemán hanoveriano, Jorge I, como sucesor de la última Estuardo, la reina Ana. Hubo muchas resistencias contra este «extranjero», tanto en sectores anglicanos conservadores como en partidarios de la casa de Estuardo («jacobitas»). Se produjeron tumultos enormes durante la coronación y después. Así que la mayoría liberal salida de las elecciones de 1715 impuso la ley antidisturbios: a cualquier grupo alborotador de más una docena de personas se le leía en voz alta una parte de la ley y se le conminaba a deponer la actitud; si no lo hacían en el plazo de una hora, podían ser condenados a muerte. Tal era el miedo inglés a sufrir una guerra de sucesión como la que España acababa de experimentar (y de la que nos viene hasta el encuentro Sánchez-Torra de la pasada semana).
La Riot Act se siguió aplicando hasta los años 60 del siglo pasado. No era demasiado práctico poner a un policía a leer unos artículos legales ante una muchedumbre mosqueada, así que finalmente se abandonó. Pero su lengua ha conservado ese «leer la ley antidisturbios» con un valor metafórico e hiperbólico. Se lee la ley antidisturbios al estudiante que viene con malas notas, a los jugadores que se han dejado golear, al ministro que se presenta en el parlamento sin argumentos convincentes, al vecino decibélico y al reo en los considerandos judiciales.
En Cantabria hace mucha falta esta lectura. De los políticos a los técnicos; de los diputados a los gobernadores; de los electores a los diputados; de los paganos a los «cobranos»; de los padres a los hijos, que tienen más móviles que los sospechosos de una novela de Agatha Christie; de la especie en paro al ecologista querulante; de los alumnos a los pedagogos; de los contribuyentes a los distribuyentes; de los de «Agromaría» al legislador sanitario; y hasta de los lectores a los periodistas. Un buen amigo mío asegura que al Gobierno nuestro no se la leen por una cuestión técnica: no llegan a doce.
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Ana del Castillo
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