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El pasado martes celebramos el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia. Yo he tenido la suerte de que el hecho ... de ser mujer no me ha impedido nunca perseguir mis objetivos. A los 18 años decidí estudiar Biología y al terminar la carrera, me centré en el análisis de datos, a través de un máster en métodos computacionales en ciencias, que me permitía analizar datos tanto ambientales como clínicos. Empecé a trabajar en el Instituto Biodiversidad y Medioambiente (Bioma) de la Universidad de Navarra como técnico dentro de un proyecto de investigación y eso derivó en la realización de una tesis doctoral, que es a lo que me dedico actualmente.
Sin embargo, a pesar de haber superado estas etapas, me encuentro muchas veces cuestionando mi capacidad como investigadora, sintiendo que estoy en un puesto que no me corresponde, que no me merezco. Esto no sólo me pasa a mí, es un tema de conversación recurrente con otras compañeras, sobre todo científicas jóvenes, y una corta búsqueda indica que es un fenómeno bastante extendido, por lo que he decidido dedicarle este artículo.
A menudo he escuchado a compañeras expresar este tipo de inquietudes: admitir que se tienen dudas sobre la calidad del trabajo realizado (si es lo suficientemente bueno), temer no estar a la altura de llevar a cabo alguna tarea, o atribuir el éxito a circunstancias externas, como la suerte o el sobreesfuerzo, en lugar de a la propia competencia. Todo esto a pesar de tener pruebas objetivas de su aptitud, además del reconocimiento de sus colegas.
En su máxima expresión, este fenómeno tiene nombre: el síndrome del impostor, descrito por primera vez en mujeres en un artículo publicado en 1978: 'The imposter phenomenon in high achieving women: dynamics and therapeutic intervention', por las doctoras Pauline R. Clance y Suzanne A. Imes.
Estas mujeres –aunque se ha visto en los últimos años que también lo padecen hombres– creen firmemente que todo logro o éxito conseguido a lo largo de su vida es fruto de un error o de un golpe de suerte y no debido a su habilidad o inteligencia. Estos sentimientos de inadecuación, frecuentemente en el ámbito profesional, provocan que la persona se sienta una impostora, temiendo que en cualquier momento la descubran como un fraude.
Además de la angustia que esto conlleva, puede empujar a la persona a trabajar hasta el agotamiento para mantener la 'ilusión' de competencia o a dejar pasar oportunidades por miedo a no dar la talla.
El mundo de la ciencia, especialmente el académico, es un buen caldo de cultivo para el desarrollo de estos pensamientos e inseguridades ya que es competitivo y muy especializado, con gente muy preparada, lo que hace muy fácil compararse con otros.
No voy a entrar en las razones por las cuales se desarrollan, principalmente porque las hay muchas y muy variadas. No obstante, sí que quería visibilizarlos en un día como hoy, ya que simplemente saber que existen puede resultar un alivio y una forma de ponerlos en perspectiva.
¿Cómo librarse de ellos? Una de las propuestas de Clance e Imes en el artículo de 1978 es discutirlo con otras compañeras. Descubrir que otras profesionales, que sabemos que son competentes, experimentan las mismas dudas que una, ayuda a racionalizarlas y desecharlas.
A las mujeres les ha costado abrirse camino en el mundo de la ciencia. Hoy en día estamos cada vez más presentes en esta y otras áreas. Haber llegado a este punto es motivo de agradecimiento a las científicas que allanaron el camino, de celebración y de esperanza, aunque quede todavía mucho por recorrer hacia la equidad. Ahora que estamos aquí tenemos que creérnoslo, creer que valemos, que aportamos ideas nuevas y que enriquecemos la ciencia.
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Ana del Castillo
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