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Vasos desechables en las manos, corchos a punto de salir alborozados de las botella de cava. Gran congregación de ciudadanos con ganas de mandar al ... cuerno las penas del maldito año del covid. Corrieron las agujas del reloj y la achacosa Nochevieja trajo de la mano al gateante Año Nuevo. Con o sin mascarilla, los festejantes colmaban la plaza de Pombo, ansiosos de tomar las tradicionales doce uvas, sin pepitas, claro, para no atragantarse. En tan céntrico reducto, sonaron al fin las campanadas, de la primera a la duodécima. Logrado con éxito el primer reto del año: comer una a una las doce uvas sin atragantamientos, comenzó el disloque, el general alborozo, el brindis común, la expresión de los mejores deseos, los besos, los abrazos, los masajes de espalda, los achuchones, las copas de cava... Hubo, cómo no, improvisados alardes polvoristas, cohetes silbando sobre los tejados, airosas palmeras, ensordecedores estruendos, matasuegras, buscapiés, sonó la música a toda mecha, hubo bailes muy enloquecidos y marchosos. Y así, hasta que la luna lunera cascabelera se esfumó y por el viento de la plaza del Cuadro, las claras del día despuntaron por Cabo de Ajo, que es por donde alborea en Santander.
Consumida la intendencia, se fue retirando el gentío a sus covachas. Y a eso de las nueve de la mañana del primer día del año de los tres patitos y un sol la plaza era la viva representación cinematográfica del paisaje después de la batalla. Por doquier, latas, botes, botellas, vasos, plásticos, bolsas, celofanes, cajas de golosinas, cachos de turrón pisoteados, meadas, vómitos y similares pruebas del incivismo con que culminan los botellones, como si el signo de nuestro tiempo fuese el regodeo en el exceso y la exhibición de la prepotencia. Cumpliendo con su laboral función, aparecieron los componentes de los servicios de limpieza, contribuyendo con su buen hacer a que la céntrica plaza volviera a su habitual atmósfera.
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