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Hay relatos, como este, que comienzan al revés y el final está al principio, al modo de esas películas o esas novelas en las que nos desvelan el desenlace y retroceden luego en el tiempo para contarnos de qué forma se llegó hasta ahí. El ... caso es que he encontrado de nuevo a Gumersindo, a quien no conozco de nada. Tanta sincronía, una cada año, con un personaje determinado y nunca visto antes puede parecer una casualidad improbable, y de hecho lo es, pero la intervención del azar se relativiza si tenemos en cuenta que Gumersindo, del que no supe en principio ni su nombre, no pasa inadvertido para nadie siempre que sea temporada de verano, estemos frente a la bahía de Santander y mantenga la figura estrafalaria de puesta en escena con la que apareció por primera vez. Escribí sobre él en redes sociales ante la segunda coincidencia, pero van tres.
Lo vi antes de la pandemia, cuando se compartían los bancos de los parques y paseos. Era un día soleado y muy caluroso, y estaban sentadas junto a mí doña Dórica y doña Cándida, de verbo fácil. De pronto, alguien se detuvo, tapándonos la mar y el paisaje, y ofreciéndonos a cambio la visión de su cuerpo serrano. En opinión de las dos señoras, con la que siento no estar en desacuerdo, Gumersindo es un tipo desmadejado, poca cosa, rechoncho, vestido con un polo verde fosforito, ese pantaloncillo corto que le sienta como un tiro al canijo de barriga cervecera y grandes gafas oscuras de incierto diseño. Hablaba por teléfono, y llegado el momento, pronunció las palabras que lo cambiaron todo: «Estoy en Santander, frente a la bahía. Tienes que verla. Es preciosa, una pasada». En ese instante me cayó simpático y hasta me pareció alto, grácil y elegante. Un dandi.
Un año después lo vi de nuevo, en el mismo lugar y vestido de forma similar, aunque eso ya no varió la percepción del patito feo convertido en cisne. La novedad consistía en la presencia de una mujer de rostro agradable y bonita figura, antítesis de Gumersindo. Es posible que fuera ella con quien hablaba por el móvil cuando contemplaba la bahía. Esta tercera visita permite augurar que la ciudad ha ganado un veraneante convencido y fiel, porque ha regresado al menos dos veces tras el hallazgo personal de lo que consideró una panorámica única. Estuve a punto de abordarlo y contarle esta curiosa historia, omitiendo detalles inconvenientes, pero decidí dejarlo para otra ocasión. Quizá el próximo verano. Mientras, miro cómo pasea -barriga al aire, polo verde fosforito y pantaloncillo corto floreado- su fina estampa, caballero, esbelta y apuesta. O eso creí ver.
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