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No son pocas las situaciones dolorosas que estamos viviendo. Pero la que más me está impactando cada día es conocer que muchos hombres ... y mujeres mueren solos y sus familiares no pueden ni acompañarlos ni despedirlos. Tan solo les acompaña el personal sanitario que se desvive en medio de su agobio. Bien saben los médicos que cuando no se puede curar, se puede al menos cuidar. Y por si fuera poco, sin velatorios ni funerales. Tan sólo una oración en el cementerio ante un reducidísimo grupo de allegados. Y es que la muerte, que era un tema casi prohibido en nuestra sociedad, de repente, se ha mostrado con toda su fuerza llevándonos a tantos seres humanos que resulta casi imposible hasta contarlos... España está de luto y la Iglesia llorará con todos los que lloran a seres queridos y rezará por ellos hasta que cicatricen las heridas abiertas en sus corazones.
La soledad pertenece a la condición humana de todos los tiempos. Pero existe una soledad deseada y buscada, que puede ser antídoto contra la banalidad y la superficialidad. Y otra soledad que es, en cambio, la no deseada: la de quienes, dolorosa e irremediablemente, la padecen a su pesar. Puede que suene a paradoja en una cultura como la actual, tan inter-comunicada como en ninguna otra época de la historia. Pero ahora somos 'solitarios interconectados'. Muchas personas viven solas, sin 'compañía' alguna, y mueren en soledad física y espiritual. Escribía el cardenal Ratzinger, luego papa Benedicto XVI: «Cuando el hombre siente su soledad, se da cuenta de que su existencia es un grito lanzado a un tú, y de que él no está hecho para ser solamente un yo en sí mismo. El hombre puede experimentar la soledad de diversas maneras. Puede apagarse la soledad cuando el hombre encuentra un tú humano. Pero entonces sucede algo paradójico. Paul Claudel decía que todo tú que encuentra el hombre, acaba por convertirse en una promesa irrealizada e irrealizable; que todo tú es esencialmente una desilusión y que se da un punto en el que ningún encuentro puede superar la última soledad; encontrar y haber encontrado un tú humano es precisamente una referencia a la soledad, una llamada al Tú absoluto nacida en las profundidades del propio yo». ¡Necesitamos una compañía que no nos falle en ningún momento! Ni durante la vida terrena con sus encuentros y desencuentros, ni en la muerte.
Ahora bien, al mismo tiempo que el ser humano es soledad, también es un ser en relación. Necesita relacionarse para poder subsistir. Porque relacionarse no es algo que se puede escoger o rechazar, sino que es algo constitutivo de la persona humana. Somos lo que somos por las relaciones que tenemos o hemos tenido con los demás, con nuestros padres, con nuestros educadores, con nuestros amigos... Todas ellas de alguna manera forman parte de nuestra vida. De ahí viene nuestra necesidad de compañía, especialmente en algunos momentos decisivos como el morir.
Esa compañía que venza definitivamente nuestra soledad y que no nos falle ni siquiera en la muerte, solo puede dárnosla Jesucristo que nos ama infinitamente con amor misericordioso: un amor que perdona, que reconcilia y sana los corazones, sin fronteras de tiempos y circunstancias. En el interior de sí misma, la persona religiosa descubre la presencia de Dios. Lo expresó muy bella y certeramente san Agustín cuando dijo que Dios era lo más íntimo de su intimidad ('intimior intimo meo').
Tampoco después de la muerte se rompe definitivamente el haz de relaciones que hemos tenido con la persona fallecida. El papa Benedicto en su encíclica sobre la esperanza no duda en afirmar: «Que el amor puede llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón? (...) Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones» (Spe salvi, 48).
Aquí se funda la oración por los difuntos que hacemos los creyentes. Porque creemos en el Dios de la Vida y en el Padre de la Misericordia, a Él encomendamos nuestros difuntos.
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