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En el año 1992, el publicista santanderino Eulalio Ferrer publicó un libro con el título: «De la lucha de clases a la lucha de frases». En él, anticipaba la importancia que, muy pronto, tomaría el relato en la política. Ahora mismo, ese libro está de ... plena actualidad. Desde los diferentes partidos se lanzan mensajes para distraer a la opinión pública y evitar que se conozca la realidad. El principio básico según el cual debemos recibir información de manera íntegra e independiente, para que con ella cada cual extraiga sus conclusiones, se ve obliterado por la distorsión de los mensajes. Los hechos quedan en un segundo plano y los importante es articular una historia que permita eludir responsabilidades y achacar los errores al adversario.
La tendencia de lo políticamente correcto, unida al temor a señalar a determinados colectivos, ha transmutado en una nueva censura, más difusa... pero no por ello menos eficaz. En la década de los sesenta del pasado siglo, el entonces ministro Manuel Fraga Iribarne aprobó una ley de prensa que, en esencia, anulaba la censura y responsabilizaba al director o editor de cada publicación de todo lo que se difundiera, aunque estuviera firmado por una persona plenamente identificable. Fraga inventó así un modo de autocensura que resulta más eficaz que la oficial.
La normativa de lo políticamente correcto funciona de manera similar: determinados detalles no pueden aparecer explicitados porque podría entenderse que denigran a una minoría, a un colectivo o son machistas. Así se obvia, en general, la nacionalidad del protagonista de un suceso o los detalles que pudieran ser reveladores. Curiosamente no sucede lo mismo con la edad. Es frecuente escuchar en los informativos o leer en los diarios: «Un hombre de setenta y cinco años atropella a un ciclista» o «Un hombre de setenta años circuló dos kilómetros en dirección contraria por la autovía X». En este caso no se aplica la neocensura, quizás porque no existe un colectivo que presione. En cambio, desvelar otros aspectos del protagonista se considera una agresión a determinados grupos sociales.
En el uso del lenguaje aparece un fenómeno similar: según convenga se emplean eufemismos para rebajar la dureza de los hechos. Cuando un policía mata a un delincuente, en defensa propia y para evitar que el delincuente siga segando vidas, se dice que el terrorista o asesino ha sido «abatido». El uso de eufemismos, la deriva para edulcorar el texto, termina en que la palabra sustitutiva acabe resultando excesivamente agresiva y sea necesario buscar otra acepción, en una degradación imparable del idioma.
La caída del muro de Berlín desnudó el disfraz propagandístico del comunismo y arrumbó la lucha de clases, visto que el paraíso comunista no era tal y que millones de alemanes orientales, cubanos, rusos, etcétera, huían hacia las naciones democráticas de occidente. A raíz de ese terremoto sociológico, la izquierda ha buscado, en los países libres y con democracias consolidadas, otras formas de mantener encendida la llama de una batalla contra la injusticia.
La pugna entre formaciones políticas por alcanzar el gobierno se dirime ahora en otro escenario: el relato y la lucha de frases. En ese terreno las formaciones alineadas en el sector de la derecha se encuentran en inferioridad. El gran partido de derecha democrática española, el PP, ha minusvalorado la importancia de la comunicación y ha rehuido la confrontación, en ese terreno, con la izquierda.
En estos días vemos como el presidente del gobierno de España acepta, en el primer envite, el cruce de ideas en el Senado. El líder socialista quiere contrarrestar los malos augurios de las encuestas sobre las elecciones municipales del próximo mes de mayo y revertir la tendencia a la baja en los votos para el PSOE. El PP ha visto como su estrategia inicial de retar al presidente Sánchez a un debate ha resultado fallida, porque el presidente del gobierno no se ha negado, sino que por el contrario parece dispuesto a presentarse en el Senado con fuerzas renovadas y con las frases más afiladas. Ese «no dejar a nadie atrás», el «sí es sí» o los «beneficios caídos del cielo» llegan a muchas personas con mayor capacidad de penetración que las complejas explicaciones sobre el enriquecimiento de las arcas públicas por la inflación.
En el duelo entre quienes manejan el relato y los que presentan cifras y datos es posible que salgan vencedores los primeros. Por el momento ya han logrado que las protestas contra la subida del coste de la vida se enfoquen contra la patronal. Lejos quedan los tiempos en que las movilizaciones en casos similares eran contra el gobierno.
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