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Si la frecuencia con la que los medios hacen alusión a algún fenómeno concreto fuese un buen síntoma de la preocupación que el mismo despierta entre los políticos y, en consecuencia, de la atención que deberían prestarle, parecería lógico pensar que el de la desigualdad ... sería uno de los más relevantes. Por desgracia no es así o no lo es, al menos, en la medida que debiera serlo. El fenómeno de la desigualdad preocupa y ocupa mucho más a los analistas del mismo (economistas y sociólogos, sobre todo) que a los políticos; de otra forma seria difícil explicar su persistencia y, en determinados ámbitos, aumento tendencial.
Cuando se trata de ofrecer soluciones al problema de la desigualdad, los economistas nos inclinamos, en líneas generales, por proponer medidas que mejoren la distribución de la renta y/o que contribuyan a hacer realidad el principio de igualdad de oportunidades. Un libro reciente, editado por Blanchard y Rodrik, dos primeros espadas de la disciplina económica, y que contiene contribuciones de muchos otros autores de similar tamaño intelectual, aborda, desde distintas perspectivas, la cuestión de cómo luchar contra la desigualdad.
A mi juicio, lo más destacado del libro es que, pese a ofrecer diversas perspectivas sobre el particular, el resultado final presenta una visión bastante homogénea y sistemática, de enorme interés para todos. Tal y como subrayan los editores, el fenómeno de la lucha contra la desigualdad se puede abordar desde dos dimensiones: por un lado, tomando en consideración la etapa del proceso productivo sobre la que se pretende intervenir y, por otro, prestando atención al tipo de desigualdad que se intenta corregir.
En lo que atañe a la primera dimensión, las políticas pueden centrarse en una fase previa al proceso productivo, en el mismo proceso productivo o después de este proceso. En el primer caso, las actuaciones deben ir encaminadas a mejorar la educación y salud de la gente, así como a facilitar el acceso a formas de financiación. En el segundo, el foco se tiene que poner en políticas que afecten a la composición y organización del proceso productivo, especialmente políticas industriales, salariales, comerciales, y de investigación y desarrollo. En el tercer caso, en el que la preocupación se centra directamente en la distribución de la renta y la riqueza propiamente dichas, las políticas que se proponen son, obviamente, de carácter impositivo, pero también políticas de rentas, tales como la aplicación de impuestos negativos sobre la renta y la distribución de bonos sociales (alimentos, eléctricos).
En cuanto a la segunda dimensión, la mejor forma de comprenderla es distinguiendo tres grandes bloques en la distribución de la renta: la cola de la izquierda, que agrupa a los más pobres; la parte central, conformada por la clase media; y la cola de la derecha, que reúne a los más ricos. Si lo que se desea es reducir la pobreza, las políticas educativa y sanitaria, de salarios mínimos y de transferencias sociales (renta básica) parecen ser las más adecuadas; si, por el contrario, el objetivo es actuar sobre las clases medias, entonces la atención debería dirigirse a aumentar el gasto en educación superior y a suministrar buenos trabajos (de calidad) a los ciudadanos; por último, si lo que se pretende es reducir las rentas de los más favorecidos, entonces los impuestos sobre la riqueza, sucesiones y propiedades inmobiliarias, junto con leyes que fomenten de verdad la competencia, serían las políticas más adecuadas.
Aunque todo lo expuesto era, de una forma u otra, conocido, el atractivo de formularlo a través de las dos citadas dimensiones, cada una de ella con tres alternativas claramente diferenciadas entre sí, es que ahora se hace visible que contamos con una batería de nueve políticas diferentes para luchar contra la desigualdad. Desde mi punto de vista, esto constituye un enorme avance metodológico que, sin embargo, por su propia naturaleza resulta incompleto. Y lo es porque, para bien o para mal, los economistas sólo podemos ofrecer líneas maestras sobre cómo actuar. Es por ello que el análisis económico tiene que combinarse con juicios de valor y con una visión muy bien definida de cómo interaccionan la economía y la política. De otra forma, cualquier propuesta cuyo objetivo sea la reducción de la desigualdad (como casi cualquier otra económica) está abocada al fracaso, o a conseguir menos de lo que se podía esperar. Que es, con frecuencia, lo que sucede en la realidad.
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