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Siempre he considerado un privilegio escribir en las páginas de este periódico sobre temas culturales. Para mí siempre ha sido un verdadero placer. Sucede, sin embargo, que en algunas ocasiones lo he tenido que hacer desde el dolor. Es lo que me ocurre al escribir ... estas líneas al evocar la figura del Celestino Cuevas con motivo de su reciente fallecimiento. Siento una gran tristeza, acentuada tal vez por lo inesperado de su muerte. Había hablado con él hace dos meses para contar con un par de cuadros suyos de cara a una exposición. Me transmitió la sensación de estar animado pese a las incomodidades del tratamiento que tenía por una enfermedad. Vivía en el barrio de Malasaña en Madrid y bajaba a una pequeña plazuela que tenía delante de casa. Dibujaba. Ahora me vienen a la memoria imágenes suyas. La de un verdadero artista con un dominio absoluto del dibujo. Con una trayectoria reflejo de su carácter rebelde, inconformista, rechazando cualquier propuesta que no sintiera muy intensamente. Podía, legítimamente, haber cedido a los reclamos de una figuración comercial dadas sus facultades artísticas, pero pintó lo que quiso, lo que sintió. De la figuración a la abstracción, de lo estético a lo conceptual, pero siempre con una meridiana claridad de lo que estaba haciendo.
Perteneciente a la generación de los setenta, una generación puente entre la de los sesenta (Raba, Celis, Sanz, Gran, Medina…) y la de la movida de los ochenta, pendiente de un verdadero reconocimiento, en sus primeros años combinó la práctica de la pintura con las clases en el instituto de Reinosa. Quienes fueron alumnos suyos, especialmente los que luego militaron en el territorio del arte, reconocen su magisterio, el despertar de su vocación creativa. Quizás es difícil precisar qué, en concreto, les transmitió; acaso fue sólo enseñarles a saber mirar, pero pocas veces de un profesor salen tantos artistas. Nombres como: Raúl Lucio, Nacho Zubelzu, Rubén Polanco, José Luis Vicario, José Aja, Chelo Matesanz, Pedro Carrera… Uno de ellos, Raúl Lucio, le calificaba de «un auténtico torbellino en la vida del instituto mostrándonos otras maneras de entender el mundo». Hace un año, en la sala Mauro Muriedas, participaron en una muestra colectiva a modo de homenaje en la que él mismo estuvo representado con dos dibujos. Anteriormente se le habían hecho otros en Caja Cantabria y el Castillo de Argüeso. La retrospectiva que tantas veces se aplazó de su trayectoria es ahora más necesaria que nunca. En la próxima reapertura del MAS espero poder contemplar de nuevo su magnífico cuadro de la tumba de Casimiro Sainz.
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