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Cuando nuestro cuerpo sufre una agresión por diversas causas: una caída tonta (como si las hubiese inteligentes), un golpe casual o una intervención quirúrgica, tratamos de ocultarla. Y no sólo por razones higiénicas. Un esparadrapo para un rasguño, unas gafas de sol para que no ... se vean los moratones del ojo o ropa amplia que tape todo lo posible, por ejemplo. No nos gusta que se vean los signos del tratamiento. Todos, en mayor o menor medida, cuidamos nuestra estética. Cuando esa herida que nos desagrada tarda en curarse y persisten los signos exteriores no es solo la recuperación de la misma lo que nos preocupa, sino también el tener que dar explicaciones y continuar con la incómoda imagen. ¿Todavía estás así? Es la pregunta que a veces nos hacen.
Algo parecido sucede con los edificios. Ver en torno a los mismos andamios, fachadas agrietadas, tejados hundidos, leprosos toldos, mallas o cortinajes tratando de evitar que caigan elementos sobre la acera (cascotes, tejas, desconchados...), vallas oxidadas en algunas edificaciones durante mucho tiempo, producen una sensación de abandono y de suciedad. Más acusado es ese resultado cuando, además, esas edificaciones se encuentran en lugares con un encanto especial. Y todavía, en mayor medida, cuando estas corresponden a arquitecturas con un valor artístico o simbólico reconocido. Algo se debiera de hacer para, en la medida de lo posible, evitar ese aspecto. Y así se hizo en los años ochenta en Madrid, más tarde imitada en otras ciudades. Se trataba de tapar el edificio que se estaba rehabilitando con una lona que reproducía la imagen del mismo. En definitiva, un trampantojo que permitía a los ciudadanos reconocer su intervenido edifico y, al mismo tiempo, ocultar las tareas para realizarlo a ojos de los transeúntes. Así lo hizo también y recientemente el Hotel Reconquista de Oviedo. Y así podría planteárselo el Ayuntamiento de nuestra ciudad ante el largo y tortuoso camino, sin fecha de finalización prevista, de recuperación del Palacio Municipal.
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