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Este pasado domingo, y en el marco del Campeonato de Europa de Atletismo en Pista Cubierta, un atleta sufría un duro golpe a causa del cual quedó tendido en el suelo durante unos largos minutos.
Mientras que el resto de los participantes mostraban su contento ... por alcanzar las medallas o por haber podido participar en la final, su rival permanecía inmóvil esperando a que los servicios sanitarios se acercasen a atenderlo.
No dejaban de sorprender las imágenes, un joven deportista, aparentemente, inconsciente, y otros disfrutando impertérritos, frente a lo que estaba viviendo su compañero.
Casi todos los fines de semana acudo a ver algún partido de fútbol de las categorías (mal llamadas) inferiores, en las que juegan niños, también algunas niñas, en edades que llegan hasta los 18 años.
Son no pocas las conversaciones, y comportamientos, de familiares que me sorprenden en cada partido, pero no son solo las personas, hombres y mujeres, que miran el encuentro desde la grada, son también los entrenadores los que en demasiadas ocasiones mantienen una conducta deleznable con la que muestran a sus pupilos el camino a seguir para ganar el partido, en el que el engaño, las faltas o los insultos a los rivales no solo son permitidos, sino que son aplaudidos desde el banquillo.
El objetivo es ganar y no hay otro, los chavales sueñan con convertirse en sus ídolos y los entrenadores en emular a sus colegas, mientras que la mayoría de los familiares están convencidos de que tienen en casa a quien los va a convertir en millonarios.
Esta sociedad está creando monstruos y eso no parece importar demasiado; los rivales, en una pista de atletismo o en un campo de fútbol, se perciben como enemigos a los que hay que destrozar.
Da asco pero, de momento, es lo que vende.
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