Secciones
Servicios
Destacamos
Durante mi etapa universitaria en Barcelona coincidí con Toni Comín, el 'compañero de huida' de Puigdemont. Hijo de Alfonso Comín (histórico intelectual y activista cristiano por los derechos sociales y democráticos), Toni por entonces militaba en el PSC y rechazaba el independentismo, aunque luego llegaría ... al poder con ERC y acabaría aliado con Junts per Catalunya.
Aunque era mucho mejor estudiante que futbolista, un amigo común lo introdujo en nuestro equipo de fútbol que disputaba el torneo interuniversitario. Ese día nos enfrentábamos a un rival que no estaba formado por estudiantes, sino por operarios que trabajaban en la universidad (la mayoría inmigrantes andaluces y mayores que nosotros). Como les íbamos goleando, el partido se puso bronco y –en el momento de mayor tensión– surgió la voz de Comín para detener 'unilateralmente' el partido, e invitar al contrario a que, dada nuestra «manifiesta superioridad», se rindiera y nos mezclásemos los dos equipos para continuar jugando un «partidillo amistoso» y así pasarlo bien todos 'junts'. Pese a que sus –inoportunas– palabras no iban con mala intención, los contrarios se sintieron ofendidos y menospreciados por unos 'niños de papá', por lo que empezaron a propinarnos patadas y entradas durísimas, hasta que el árbitro tuvo que suspender el partido.
Esta anécdota no deja de parecerme una metáfora de la paradójica situación política actual. Si el principal conflicto político histórico que pervive en nuestra democracia es el territorial, este adquiere especial relevancia tras los últimos resultados electorales. Hasta el punto de que la gobernabilidad de España depende de actores socio-políticos tan torpes a la hora de atemperar situaciones tensas, como lo fue Comín en aquel partido.
Me refiero a dos actores, aparentemente antagónicos, pero que (cual bombero-pirómano) comparten un desinterés en la búsqueda de soluciones a dicho conflicto, ya que se nutren de su polarización y son partidarios del 'cuanto peor, mejor'. Ambos apelan a posturas populistas basadas en priorizar los intereses de su respectiva patria/nación, frente a cualquier otra consideración. Para ello utilizan la 'posverdad' y eslóganes demagógicos y rancios como 'España nos roba', por un lado, o 'Que te vote Chapote', por el otro.
Así, mientras la izquierda depende para gobernar del beneplácito de un independentismo que sueña con volver a retomar la vía unilateral; la derecha lo hace de un 'trumpismo ibérico' que rechaza el Estado de las Autonomías, es anti-europeísta y recuerda a Millan-Astray cuando replicaba a Unamuno que «Cataluña y las Vascongadas son dos cánceres que deben extirparse».
Este tipo de nacionalismos/patriotismos simplistas, exacerbados y excluyentes, coinciden también en su reduccionismo en el análisis de los problemas sociales y del tipo de sociedad que desean. Mientras muchos 'indepes' creen que los problemas de su sociedad se solventarán –cual 'Deus ex Machina'– cuando sean 'libres' del yugo español; el discurso de Vox copia al 'American first' de Trump, usando el 'Más España' a modo de varita mágica capaz de resolver cualquier problema social complejo.
En medio de tanto ruido, y como le ocurrió en su día al propio Unamuno, son silenciadas y criticadas las voces que pretenden tender puentes y abordar unas necesarias reformas que combinen justicia social y eficacia en la gestión, junto con la aceptación del valor de la diversidad, el pluri-lingüismo y la pluri-nacionalidad propios de nuestra realidad histórica, algo que ya fue recogido por los padres de la Constitución. Sin embargo, seguimos enzarzándonos en batallas sobre cuestiones 'simbólicas', como la conveniencia de introducir traductores en el Congreso, mientras permanecen intactos aspectos tan básicos como la reforma del Senado o de la financiación autonómica.
Ojalá esta compleja situación pueda servir para que los sectores más sensatos de los distintos patriotismos (centralista y periféricos) exploren alternativas que favorezcan la convivencia y la tolerancia. Existen ejemplos como el federalismo cooperativo alemán, muy interesantes para quienes aún creemos en aquel bonito slogan de 'Somos diferentes, somos iguales'. Y si hasta Aznar mantuvo negociaciones con ETA en aras de la convivencia y el fin de la violencia, aún más lícita resulta la búsqueda de soluciones a un conflicto histórico, en el marco de la legalidad democrática y apelando al espíritu pacífico y negociador de nuestra Transición.
Ahí será crucial el papel que jueguen las nuevas generaciones jóvenes, tradicionalmente más europeístas y abiertas a la interculturalidad. Hace algunos años, el movimiento 15M proclamaba la necesidad de «abandonar las viejas banderas que nos dividen» y buscar lo que nos une como ciudadanos. Recuerdo a los activistas madrileños gritando a los catalanes –que eran reprimidos violentamente por los Mossos de Esquadra– ¡Barcelona, os queremos!. Pero poco después, explotaba el 'Procés' y los balcones se llenaban de banderas como símbolo de enfrentamiento al patriotismo 'enemigo'.
Surgió entonces una iniciativa minoritaria que colocó banderas blancas en los balcones, como signo de apuesta por la pacificación y convivencia. Recuerdo que mis padres –que aman a su Cantabria, aunque donde mejor se les ha acogido y valorado profesionalmente ha sido en Cataluña– colocaron una bandera blanca. Yo, santanderino que viví en Barcelona, me confieso triste y cansado ante tanta incomprensión y enfrentamiento. Así que creo que voy a poner una bandera pirata en mi balcón, como recordatorio de aquellos versos de Espronceda: «Que es mi barco mi tesoro/ que es mi dios la libertad/mi ley, la fuerza y el viento/mi única patria: la Mar».
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.