![LUMBALGIAS DE LA ESPAÑA VERTEBRADA](https://s1.ppllstatics.com/eldiariomontanes/www/multimedia/201812/08/media/cortadas/ilustracion-k6z-U601820392019JSG-624x385@Diario%20Montanes.jpg)
![LUMBALGIAS DE LA ESPAÑA VERTEBRADA](https://s1.ppllstatics.com/eldiariomontanes/www/multimedia/201812/08/media/cortadas/ilustracion-k6z-U601820392019JSG-624x385@Diario%20Montanes.jpg)
Secciones
Servicios
Destacamos
Nuestra Constitución de 1978, como el proyecto de Constitución Federal de la República Española de 1873 o la Constitución de la República Española de 1931, trató de gestionar la diversidad estableciendo una administración intermedia entre los municipios y el gobierno central, con unidades que respondieran ... a tradiciones históricas. En 1873 se llamaban 'Estados' de la 'Nación española': Andalucía Alta, Andalucía Baja, Aragón, Asturias, Baleares, Canarias, Castilla la Nueva, Castilla la Vieja, Cataluña, Cuba, Extremadura, Galicia, Murcia, Navarra, Puerto Rico, Valencia y 'Regiones Vascongadas'. No relea: Cantabria no estaba; somos el nombre antiguo de un coche nuevo. En 1931, se reconocieron los municipios mancomunados en provincias y «las regiones que se constituyan en régimen de autonomía». La creación de una región autónoma requería al menos un 66% de votos favorables en dicho territorio. Llegaron a la autonomía Cataluña y País Vasco.
Es claro, pues, que nuestro estado de autonomías pertenece, como los proyectos de Castelar y Ortega, a la filosofía de armonizar autogobiernos regionales, vida local y funcionalidad global de España. Ortega y Gasset, que se había hecho aún más famoso con su diagnóstico de la «España invertebrada», veía en las regiones un instrumento de modernización y de educación política del pueblo. Supuso que con la «redención de las provincias» España pasaría a estar vertebrada por fin.
Y quizá lo está, pero con serios problemas de espalda. Porque, cuarenta años después de lanzado el sistema regional general, registramos fuertes tensiones hacia ambos extremos: unitarismo y disgregación. Según el último barómetro del CIS, un 31% de los españoles quiere que las comunidades autónomas desaparezcan o tengan menos competencias. Por otro lado, hay un colosal movimiento independentista en Cataluña, profundamente desestabilizador, y secundado por un nacionalismo vasco que empieza a reincidir en aquello que el socialista vasco-montañés Araquistáin les reprochaba en la posguerra: lenguaje excesivo en relación con sus intenciones verdaderas. Además, el PSOE propone una reforma federal sin que sus dirigentes sepan especificar en qué se diferenciarían las competencias federales respecto del actual estado autonómico, al que, de federal, solo le falta ya el nombre. Y Podemos hace pimargallismo siglo y medio después de Pi y Margall, paradoja del partido más joven haciendo la política más vetusta. Síntomas todos de que la ansiada vertebración no acaba de encontrar su posición ergonómica.
El estado autonómico padece crisis de confianza. Ya no creemos que ciertos nacionalismos periféricos quieran una mejor integración en una España común, sino que practican activamente la escisión sentimental de una convivencia histórica, utilizando un gran valor cultural, la lengua, y un gran valor social, la juventud, con fines de fabricación de identidades políticas mediante incomunicación forzada. Ver al nacionalismo catalán saltarse su propio Estatuto de Autonomía, aplastar la vida parlamentaria y proclamar la república independiente ha sido un shock, una resonancia magnética que bajo la piel del «seny» ha descubierto la biología de la «rauxa». Su discurso sobre un «mejor encaje» no es sincero: lo que se ha pretendido siempre es el «desencaje» a la vez victimista y supremacista, la ruptura final.
Pero si el resultado de la integración autonómica fuese el riesgo de desintegración nacional, no será precisamente el federalismo lo que la gente vea como solución. En 2003 el historiador Justo Beramendi, un experto en nacionalismos, advertía que la descentralización puede producir o un conflicto perenne de moderada intensidad (si en el centro predominan tendencias democráticas) o un conflicto grave (si en el centro predomina la componente autoritaria). Una perspectiva ciertamente deprimente, porque, si ha de haber conflicto quieras que no, quizá algunos prefieran que sea con un desenlace más claro, y entonces se vuelva al centralismo. Hay una realimentación entre extremos (acabamos de verlo en Andalucía), que solo el estado orteguiano del 78 puede frenar. Si no, la inestabilidad desembocará siempre en un estado unitario, por instinto de supervivencia de España. Salvador de Madariaga, gallego como Beramendi, solía criticar la constante oscilación hispana entre anarquía y dictadura, expresiones mellizas de individualismo rampante y falta de prudencia. ¿La hemos superado? El propio Pedro Sánchez ha pasado en menos de un año de propagar la «nación de naciones» a hablar del «ser de España» como si fuera el Laín Entralgo de la posguerra.
Para Cantabria, el estado de las autonomías ha supuesto una singladura sin precedentes. Hubo cántabros en la Antigüedad, y un prestigioso nombre de «Cantabria» por mor de la Reconquista y de la obsesión de nuestra edad moderna con la limpieza de sangre (hasta los vascos querían a ultranza ser «cántabros»). Pero Cantabria como unidad política nació solo en 1982. Al coincidir con el choque de la entrada en el mercado común europeo en 1986, nos quedamos solos en un mal momento: rompimos el milenario vínculo económico con Castilla; y en los flancos estábamos a expensas de un proyecto nacionalista muy divisivo, por un lado, y de una región minera en implosión subvencionada, por otro. El turismo, la construcción residencial desaforada, la inyección de fondos de Bruselas, la «euro-foria» en el cambio de siglo: todo nos produjo la ilusión de progreso ilimitado. Pero las bases de la prosperidad anterior (industria y campo) apenas se habían reciclado o ampliado.
Crujen las vigas a pesar de la recuperación: el nuevo modelo económico nunca llega, perpetuo «hoy no, mañana sí»; el gasto corriente genera una inercia elefantiásica que mata la inversión; la tensión financiera en la sanidad es evidente; la Cantabria «asegurada» aplasta con su indiferencia a la «arriesgada». Ahora la receta de los estudiosos es que nos convirtamos en península vizcaína, patio trasero del caserío foral. La meta de la autonomía es, para ellos, la «desautonomía».
La reforma constitucional que necesitamos los cántabros es la que asegure coordinación del estado del bienestar y solidaridad de infraestructuras nacionales. Cantabria aún no pertenece del todo a la «España vertebrada». No mientras Aguilar-Burgos esté parada, el tren de la meseta sea una entelequia, Bilbao el puerto de Castilla, el avión a Madrid un artículo de lujo y la A-8 una emboscada de la DGT. No mientras UIMP o Comillas no sean realmente «de estado» ... Acaso por estar tan mal vertebrados es por lo que aparecen tantas plantaciones de marihuana en Cantabria. Con algo hay que pasar la lumbalgia hasta que la provincia sea efectivamente redimida.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Noticias seleccionadas
Ana del Castillo
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.