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Vivimos en una democracia, y la democracia consiste básicamente en que un juez llamado Pueblo decide quién gobierna un país o un territorio durante los cuatro años siguientes. Ese juez es inapelable, pero es también un juez muy especial. Para empezar, ese juez no ... tiene rostro, no tiene figura ni personalidad. Es el resultado de una compleja operación aritmética, de una suma de voluntades, el recuento de votos, pasado por una fórmula matemática elaborada con intenciones justas –atribuir el gobierno al partido mayoritario– pero a menudo con efectos injustos, en cuanto permite que acabe gobernando una colusión de partidos minoritarios. Ese juez llamado Pueblo debe dar el poder a la mayoría, pero la mayoría es un concepto impreciso, por no decir confuso, equívoco.
Y ojalá que el único problema fuera ése, la imperfección del sistema electoral. Hay al menos otro problema que es aún mucho más grave. Me refiero al proceso que se sigue para que ese juez dicte sentencia. Porque ese juez, que no actúa de oficio ni tiene facultad alguna para afinar las reglas del juego, ha de oír a los litigantes, a los partidos, en la campaña electoral y antes de ella, pero, al contrario que los demás jueces, ese oidor –como se llamaba antaño a los jueces– carece de peritos y de testigos que le ayuden a formarse un juicio recto. El pueblo en su conjunto, y cada votante en particular, ha de valérselas por sí mismo para saber quién tiene la razón, más razón, quién dice más verdad, o quién dice menos mentira.
Terrible cuestión ésta, saber quién miente menos de los políticos. Porque la mentira es, cada vez más claramente, el hábitat natural de todos los hombres públicos, y eso no significa que estén diciendo falsedades a todas horas, no. Significa que los hombres públicos manejan muy bien el juego de la verdad y de la mentira, saben fingir, aparentar, posturear como nadie. Las cosas no son nada simples ni en la vida ni en la política. Si en la vida cuesta mucho saber quién es más sincero con nosotros de todos aquellos con quienes tratamos, en la política eso es ya casi un imposible. Pocas, muy pocas personas, tienen de verdad el privilegio de saber con conocimiento de causa, con cercanía, en qué partido hay más verdad, más honradez, para darle su voto. La inmensa mayoría de los ciudadanos se fía de lo que ve en la televisión o de lo que le llega al teléfono móvil, y lo que ve y lo que le llega suele ser siempre del mismo lado, que es como si un juez no tuviera que oír primero a la fiscalía, luego a la acusación y luego a la defensa, sino que oyera solamente a una de ellas.
Hoy, la política se ha convertido en un alegato constante y omnipresente. Los gobernantes y los opositores no dedican apenas su tiempo a gestionar los asuntos, a menudo áridos y abstrusos, de la vida pública. Lo dedican casi en su totalidad a convencer al juez-pueblo de que son mejores, más veraces y honrados que sus rivales. Se pasan la vida, no trabajando por su país, sino abogando por sí mismos. Y si no fuera porque una gran mayoría de los ciudadanos propende a simpatizar irracionalmente con unos y a detestar no menos irracionalmente a los otros, los políticos volverían locos a los ciudadanos, les plantearían tales dudas intelectuales que no podrían vivir ni un día tranquilos.
Desgraciadamente, no hay un medidor de mentiras, porque en el mundo de hoy la mentira y la verdad son cada vez más fluidas, están cada vez más interpenetradas, igual que el trigo y la cizaña crecen cada vez más juntos. Un ciudadano de Santander como yo (y seguramente un ciudadano de Madrid no mucho más) tiene escasas posibilidades de formarse una opinión fundada sobre quién de los contendientes a estas elecciones de ayer tenía más parte de razón y de verdad en las cuestiones que están en juego. Uno puede seguir su simpatía irracional y decantarse por éste o por aquélla en función de factores puramente subjetivos, de prejuicios, pero, si alguien deseara formarse un juicio de verdad, le bastaría con observar el discurso, la retórica, las apelaciones de cada uno de ellos. Si lo hace así tendrá bastante fácil optar entre quienes esgrimen palabras grandilocuentes, consignas vacías, cordones sanitarios y arbitrios utópicos, en definitiva, lo viejo; o entre quienes esgrimen hechos reales, soluciones factibles a problemas reales, tienen los ojos abiertos a la comunidad, al país de aquí y de ahora, del presente y del mañana: en definitiva, lo nuevo. Este artículo ha sido escrito ayer día 4, en la ignorancia de los resultados electorales que abrirán a España la puerta del sol o la puerta de la sombra. Pero el lector, hoy día 5, ya sabrá si ha ganado el progresismo inmovilista, anquilosado, o el reaccionarismo progresista, innovador. Donosa paradoja.
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