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Y llegó el día de los inocentes, jornada adecuada para justificar cualquier broma que se haga, pero, dadas las circunstancias en las que nos encontramos, ... quizá lo mejor sería estarse quieto, porque, a veces, no haciendo nada se logra todo.
Cuando yo tenía 13 años, mi primo vino a hacer el servicio militar a la capital y, durante ese año, durmió en mi casa. El día de los inocentes, y antes de irse temprano hacia el cuartel, me dijo que me había preparado la inocentada más grande que jamás se hubiera realizado, sonrió, me dio una palmada en la espalda y se largó silbando. A lo largo de todo el día estuve pendiente de un sinfín de cosas. Caminaba lentamente por casa, a la espera de que algo se me cayera encima o de tropezar o de recibir una llamada extraña o vete tú a saber el qué. A mis 13 años no sabía de dónde me podría venir la broma, pero tenía claro que ese día sería más cauto que nunca para no caer en esa encerrona que mi primo me había preparado. Y así me pasé la jornada, expectante, alerta y nervioso para impedir que se me cantase aquello de 'inocente, inocente'.
Cuando mi primo regresó, bien avanzado el día, yo le espeté que dónde estaba esa broma increíble que me iba a gastar. Él, enigmático, miró el reloj y proclamó: todavía no ha terminado. Esa última hora y media del día, con él ya en casa, sin dar mucha conversación, viendo la tele, cruzando miradas llenas de intimidación, las recuerdo como si fueran eternas, intentando mostrar una tranquilidad que en realidad no tenía.
Cuando a medianoche el reloj nos anunció que el día 28 ya había expirado, grité exultante: ¡vencí! ¿Quién es el inocente? Mi primo sonrió, una vez más, corrigiéndome, asegurando que sí lo había logrado. Ante mi negativa a reconocer su victoria, me explicó que él me había dicho que me iba a gastar una broma, que yo había estado todo el día esperándola nervioso, que, al final, nada había sucedido, engañándome, y que, no haciéndola, sí la había hecho. Yo me quedé anonadado, roto, sin saber muy bien cómo masticar aquella paradoja. De alguna manera difícil de asimilar, aquel 28 de diciembre de 1984 comprendí que el lenguaje era la más potente, fascinante y sutil de las armas humanas y que su dominio era la clave para estar a un lado u otro de los inocentes.
También aprendí que, en algunas ocasiones, lo mejor para conseguir tus propósitos era no hacer nada. Tan sencillo como eso. Igual que ahora. Quédense en casa. No sean inocentes. El virus sigue ahí, no es broma.
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Ana del Castillo
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