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El próximo domingo, 23 de abril, se celebrará el día del libro. Estas fechas previas son un buen momento para reflexionar sobre la lectura, acerca del libro como artefacto tecnológico y, también para adentrarse en el recuerdo de lecturas que dejaron huella, las que abrieron ... nuevos senderos o las que, simplemente, nos hicieron disfrutar. La formación de la personalidad se realiza a través de los elementos intelectuales o vivenciales que se acumulan y de los cuales cada persona selecciona y atesora aquellos que le servirán para forjarse su mundo, su universo personal e intransferible. Las experiencias personales son el elemento esencial y sobre ellas se edifica la personalidad.
Las lecturas aportan un material de suma importancia para forjar el carácter y comprender el mundo que nos rodea. Cada libro es un sillar que se suma a otros para edificar una catedral de ideas, experiencias y realidades. Recuerdo, con especial delectación, los libros de la escritora británica Richmal Crompton, con Guillermo Brown como protagonista. También el tiempo que estuve desentrañando una palabra que no comprendía bien: Bolchevique. Más tarde aprendí que también existían los mencheviques.
Para la lectura existe el tiempo adecuado. El Quijote responde a su propia mitología porque es la cumbre de la literatura española y el pórtico de la novela como género rey. La errónea pedagogía de introducir esa lectura a edades tempranas es un elemento disuasor para forjar lectores. Por otra parte, habrá que propiciar la difusión de la obra de Cervantes, porque es posible que pronto se censuren algunos párrafos por ser políticamente incorrectos. Leer la sentencia de Sancho Panza, como gobernador de Barataria, a una mujer violada conduce a pensar que pronto se obliterará ese episodio en algunas ediciones.
Leer debe ser un acto gozoso. Sumergirse en los libros requiere un proceso de aclimatación que permita ir educando el gusto y la capacidad de asimilación. De Guillermo el travieso, o su homónimo actual, se puede saltar a Julio Verne o Emilio Salgari y de ahí escalar hasta las novelas esotéricas de Herman Hesse, premio Nobel de literatura. 'Lobo estepario' es un libro que puede causar hondo impacto en un adolescente y apenas rozar la sensibilidad de un adulto.
Para alcanzar las grandes cumbres, como en el alpinismo, se precisa aclimatación: 'La montaña mágica' es un pico imprescindible para afrontar otros desafíos como 'Paradiso', de Lezama Lima, y no digamos el 'Ulises' de James Joyce. No lograr hacer cumbre en alguno de estos grandes libros no debe considerarse un fracaso, como tampoco lo es dejar en un momento dado la lectura de Proust. Los libros son diversos, los autores de todos los colores y, en consecuencia, se deben ajustar las bibliotecas al paladar de quien desea encontrar en la lectura nuevos conocimientos, entretenimiento o asomarse a otros mundos, si dejar el propio.
Otro aspecto no menos importante es el objeto, el libro como un contenedor de ideas. En el último tramo del siglo XX el artista santanderino Daniel Gil (Santander 1930-Madrid 2004) revolucionó la presentación del libro al diseñar las portadas de la colección de bolsillo que lanzó al mercado Alianza Editorial. Aquellas imágenes, entre los delirios de Dalí o la rectitud de la escuela Bauhaus, con las que Gil quebró las anodinas tapas de las novelas y los ensayos, supusieran llevar ese objeto llamado libro a otra dimensión. No en vano Daniel Gil se forjó en la creación de las cubiertas de los discos de los nuevos músicos populares.
El asentamiento de las ideas no tiene otro origen que la lectura. En las etapas de la historia en las que los libros eran escasos, caros y además una gran parte de la población vivía en el analfabetismo, la lectura de un libro en voz alta, para ser escuchada por muchas personas, fue el vehículo de culturización universal.
A través de la lectura se llega a las grandes ideas. Un texto imprescindible para acercarse con seguridad al presente se encuentra en la obra del pensador francés Jean Françoise Revel: 'El conocimiento inútil'. O en 'Las benévolas' de Jonathan Littel. Si dejamos a un lado la consigna simplona acuñada en el otoño franquista: «Un libro ayuda a triunfar», sí es posible afirmar que los libros sirven para colmatar nuestra forma de entender el mundo. Leamos sin ataduras ni prejuicios porque es la manera adecuada para aceptar determinadas ideas, rechazar otras y catar el simple placer de paladear la buena prosa. El libro, en papel o en pantalla, es un instrumento esencial para el desarrollo de la humanidad.
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