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Las sondas espaciales de las múltiples memorias históricas españolas se aprestan a aterrizar sobre el asteroide Ñ-1931. A ver quién coloca primero la bandera en 2021. Serán noventa años ya, o aún, de la desganada huida del Rey por Cartagena, estandarte de nuestros centrifuguismos, ... hacia Francia, faro de nuestros centripetismos. De la proclamación eufórica de la segunda República un martes 13 más 1. De la inopinada quema de edificios religiosos que dejó estupefactos a los católicos que habían otorgado un margen de confianza al nuevo régimen (algunos incluso lo encabezaban, como el presidente Niceto Alcalá-Zamora y el ministro de Gobernación Miguel Maura). De que aquel héroe aéreo, Ramón Franco Bahamonde, se convirtiera en diputado jabalí por Barcelona, en el grupo de Esquerra Republicana de Cataluña. Si en 1930, como amenazó, hubiera bombardeado el Palacio Real, habría privado a su hermano Paco de un balcón para sacudir a los masones ante las masas de la Plaza de Oriente, plaza fuerte de Occidente. Noventa años ya, o todavía, de la emergencia imparable del icono del nuevo tiempo: el funcionario, escritor, ateneísta liberal Manuel Azaña.
También noventa de la publicación de la última novela de Miguel de Unamuno. Viniendo de su primeriza Paz en la guerra, sobre una guerra civil, con esta, San Manuel Bueno, mártir, planteaba el drama del pastor de almas incrédulo, en guerra civil interior. Otra novela lleva ya tiempo escribiéndose: San Manuel, bueno y mártir, la historia colectiva de España fabulada como vida de San Manuel Azaña, más para catecúmenos hambrientos de confirmaciones que para lectores sedientos de dudas y paradojas. Con las inevitables ocurrencias de la efeméride, se le agregará otro buen capítulo a esta prolongación en vía civil del milenario género de las vidas de santos.
¿Qué se nos dice desde la erudición? En la Biblioteca Nacional acaba de inaugurar Felipe VI una exposición: 'Azaña, intelectual y estadista'. Primero intelectual, después estadista. ¿No es esto ya un juicio ordinal sobre la Segunda República y su santo cardinal, una implícita enmienda de totalidad? Pero, ¿cabrá admitir esta fórmula de «buenas ideas, malas políticas»? Algún autor llamó a Azaña torero dialéctico y buldócer político. Cuando en 1970 reseñó la primera edición de obra completa, el orteguiano Paulino Garagorri ya sentenciaba: en Azaña dominó lo intelectual, mas «de su incursión política se han derivado más males que bienes». Con periodístico olfato lo supo, al instante, el ampurdanés Josep Pla. Al explicar en octubre de 1931 la súbita ascensión de Azaña, destacó que simbolizaba 'el trípode' republicano: antimilitarismo, anticlericalismo, cuestión social. Y se arriesgó a pronosticar: «Lo más probable es que quede como un gran estadista... fracasado». Lo clavó. «Abismo de odio y de barbarie. Desconsuelo, y hundimiento de mi pensamiento político», leemos en unas desnudas notas de Azaña del verano de 1936.
Después de un bienio de gobierno coaligado con los socialistas, que evolucionó mal y obligó a anticipar en 1933 unas elecciones en que la derecha arrolló, Azaña comenzó a convertirse en San Manuel al año siguiente, cuando fue encarcelado en Barcelona, acusado de instigar la insurrección de la izquierda y el catalanismo en octubre. Acusación infundada; eran los socialistas y la Esquerra quienes habían desdeñado las propuestas ortodoxas de Azaña. Así el Gobierno conservador transformó a un ex presidente discutido en un mártir indiscutible, que llegó a las elecciones de febrero de 1936 como el hombre providencial. Según el coetáneo Salvador de Madariaga, los comicios demostraron que era Azaña «el ídolo de la nación», pues reunía la lealtad republicana con la templanza para no secundar las «locas aventuras» del líder socialista Francisco Largo Caballero.
Pronto el ídolo perdió la i con su tilde. Los mismos partidos que habían reclamado a Alcalá-Zamora anticipación de elecciones para expulsar a la derecha, y las Cortes izquierdistas que de dicha concesión habían surgido, destituyeron torticeramente al solícito presidente. Azaña pasó a la casi ornamental posición del destituido, mientras Largo boicoteaba la entrada en la Presidencia del Gobierno de su íntimo enemigo dentro del PSOE, Indalecio Prieto. El poder ejecutivo de la izquierda victoriosa quedó, pues, sin jefe natural y sin socialistas. Por intelectuales y estadistas no sería. José Castillejo, impulsor de la modernización científica de España, comentaba en mayo de 1936 aquella ocupación de la Presidencia de la República por la mayoría parlamentaria: «Un país que rehúye las vías suaves y modestas del ensayo tiene que sufrir las lecciones severas del escarmiento».
En sus memorias, Alcalá-Zamora cuenta que, cuando las derechas ganaron en las urnas en 1933, importantes dirigentes de izquierda, entre ellos Azaña mediante sibilino rodeo, le pidieron que anulara el resultado. Le propusieron «hasta tres golpes de Estado con distintas formas y un solo propósito». Y cuando venció en 1936 el Frente Popular, el general Francisco Franco acudió al presidente del Gobierno, el liberal Portela Valladares, para ofrecerle el ejército si se negaba a entregar el poder. La República era una peculiar religión en la que no se entraba por el bautismo, sino solo por el episcopado. Era un gobernar para creer, más que un creer para gobernar.
En sus postreros días en España, julio de 1936, paseando por El Sardinero en Santander, el aún escocido Alcalá-Zamora censuraba la intención de Azaña de arreglarse una residencia presidencial de verano en la capital cántabra, símbolo vacacional regio. Lejos de disfrutar del inmueble, Azaña morirá cuatro años después en un hotel de Occitania, acompañado de unos pocos allegados, el obispo del lugar y una monja. Francia, al parecer, no había dejado de ser católica. El féretro se protegió con la bandera de México. Don Niceto fallecerá en un humilde apartamento de Argentina. Para la España nueva solo quedaban ya las nuevas Españas. Y para la vieja España, las Españas viejas.
Que nuestro Rey rinda tributo a quien desde un Comité Revolucionario expulsó a su familia puede significar que no teme a la república y juzga inocuo beatificar a su icono; o que la teme y por ello debe mostrar que la monarquía es más integradora; o que se sienta íntimamente solidario por el sino inglorioso que España suele reservar a sus más preparados estadistas. Pues ronda otra melancólica leyenda: San Felipe, rey y mártir, posibilidad literaria de un Manuel Bueno en Zarzuela que ya no crea en la monarquía, pero siga oficiando.
Quien había jurado verter por la República hasta su última gota de sangre huyó por el Alto Ampurdán con toda ella en sus venas, mientras la perdían en incontenible hemorragia miles que habían confiado en él. Durante sus últimos años fue Azaña un predicador sin fe, como el párroco unamuniano: un presidente de la República que ya no creía en ella, pero seguía oficiando. Hasta que su idolatrada Francia reconoció a Franco y envió de embajador al mariscal Pétain. Para novela, pues, la historia. El propio Unamuno no se percató de que su cura novelesco se había encarnado en el mismísimo jefe del Estado. Así la ficción de 1931 fue solo una realidad alegóricamente anticipada, mientras que lo que parecía realidad, el edén republicano, resultó pura ficción. Unas novelas se hacen historia y otras se hacen pasar por ella.
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