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Resulta llamativo que, cuando a veces uno se plantea si existe la inteligencia natural, llega el ChatGPT, una abrumadora inteligencia artificial, e irrumpe en nuestras vidas para que nada vuelva a se r como era. Y más si se aplica, como no va a ser ... de otra forma, en el aula y de manera errónea; es decir, buscando tan solo que le resuelvan los deberes y no como una herramienta potentísima y extraordinaria, que lo es, porque la condición humana es esa, la del que cae en la tentación con una facilidad pasmosa sea cual sea la naturaleza de la misma. En un mundo repleto de tentaciones, tenemos chica nueva en la oficina y sí, yéndome al anuncio desfasado ochentero, se llama Farala y es divina, con todas las preocupantes connotaciones que ese adjetivo tiene desde la órbita literal como bien muestra la carta que acaban de firmar miles de investigadores y científicos alertando de sus peligros.
No sé, estos días me he acordado, y mucho, de la llegada del cubo de Rubik, de cómo irrumpió y nos fascinó a todos porque, inmediatamente, estábamos intentando resolverlo con nuestras armas de primaria. Sí, las modas también llegaban con el hula hoop, la peonza, el disco chino, el yoyó..., pero esta era de ingenio y no de habilidad manual. Recuerdo el placer de acabar una cara, y luego la primera corona, y la segunda y... Aunque nunca fui capaz de resolverlo, era un reto en sí mismo y la sensación con la que lo intentaba era placentera. Después llegaron las tentaciones en forma de algoritmos que permitían que, haciendo continuamente el mismo movimiento, acabara de armarse, o aquellos que usaban técnicas más rústicas: el despiece y ensamblaje o el quitado de pegatinas y vuelta a pegar en su orden, algo que hacía que, poco a poco, el cubo, como el cerebro al usarlo mal, se estropease, aunque no importaba porque, a ojos de los demás, se mostraban como alguien inteligente.
Lo mismo sucede con los autodefinidos o los crucigramas que llevan el solucionario detrás. A mí siempre me encantaron y durante la adolescencia era una manera de estar entretenido y de, sin saberlo, adquirir vocabulario. ¿Cómo si no sé yo que un «tas» es un «yunque de platero»? Quizá no sea una palabra muy usual, pero, si algún día la necesito, ahí estará, fondo de armario que se llama. Yo lo resolvía, con esfuerzo, y las respuestas estaban ahí como red de contención por si tenías algún percance o alguna duda irresoluble o te dabas por vencido, pero no para que acudieras a ello a la primera, eso no. Y, claro, aquellos que dudan o que quieren alcanzar el objetivo rápidamente, no tienen ningún reparo en hacer uso de esta especie de doping intelectual que les muestra, al menos a ojos de los demás, como alguien inteligente.
Y en esas andamos desde que sorprendí a un alumno respondiendo a una de mis preguntas de pensamiento copiando la diferencia que, a ojos de la máquina y en plena conversación con ChatGPT, había entre monotonía y rutina. En vez de intentar encontrar en su interior una reflexión que le aportara crecimiento, se fue al camino fácil, cayendo en la tentación y siguiendo el modelo en el que estamos inmersos desde siempre, pero que, con la tecnología, se agrava más, porque ha llegado un momento en el que, en la actualidad, y gracias a todas estas aplicaciones y mejoras, lo que realiza el humano sin que lo esté haciendo realmente él es casi indetectable, y todo el mundo se apunta a parecer más que a ser. Y en este mundo de las apariencias, tan próximo a la autoficción que cada cual se genera, el ser humano va cayendo una y otra vez en la trampa. Actualmente cualquier gañán, y gracias a los múltiples filtros que nos proporcionan, puede sentirse fotógrafo, diseñador, escritor, músico..., cualquier mondongo, y gracias a los retocadores de imágenes digitales, puede sentirse alto, delgado, voluptuoso, feliz... como si vivir en su mentira fuera a sacarlo de la realidad; como si, huyendo de su aceptación, el mundo mejorara, como si, jugando a no ser tú a ojos de los demás, pudieras llegar realmente a algún sitio que no fuera el exilio inconsciente de ti mismo.
Y no sé, quizá psicológicamente les afecte para bien, pero nunca he creído que vivir engañado sea la manera de crecer. Siempre he considerado que en aceptar lo que uno es estriba la clave de todo en la vida, y que es la base sobre la que asentar todo tu crecimiento y evolución. La aceptación de nuestra finitud y falibilidad nos lleva a vivir con lo que somos, que ya es bastante, y no con lo que querríamos ser sin esfuerzo, que es una quimera destructiva, porque, en algún momento, el reloj dará las doce y seguirás siendo Cenicienta, porque es lo que eres; en algún momento, un chiquillo gritará que, como rey de tu universo, estás desnudo, porque nunca estuviste vestido aunque los que son como tú dijeran que sí; en algún momento, la máscara caerá y serás otro de los múltiples juguetes rotos de la posmodernidad, gente que no es y que solo aparenta ser, un personaje –que no persona– de tu existencia, por mucho que la inteligencia artificial maquille tu ausencia de inteligencia natural.
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