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Del mismo modo que siempre hay una primera vez para lo que hacemos –primer llanto, primeras palabras, primeros pasos, primeros amores…–, sucede lo mismo con su antónimo, que también hay siempre una última vez para todo, aunque, a diferencia de la otra, en muchas ocasiones ... desconozcamos que no habrá más. Ayer hizo siete años que vi por última vez a mi padre con vida. Tras pasar un proceso cancerígeno para el que le dieron cuatro meses y que alargó todo lo que pudo desde que se lo diagnosticaron el 28 de octubre del año anterior, el 4 de julio de 2016 comenzaba diez días de descanso después de unos meses agotadoramente emotivos a su lado en su despedida, donde cerré muchas heridas y comprendí mucho acerca de él: sus decepciones, sus triunfos, sus frustraciones, sus... Fueron meses muy intensos que me permitieron conocer a mi padre un poco más, porque, como hombre típico de su generación –nació en 1943–, tenía unos códigos obsoletos que mantuvo siempre y que nunca llegué a desentrañar del todo. Al menos durante ese tiempo pude entender quién era y por qué había actuado así, que no era poco, y pude ir despidiéndome de él al ritmo que marcaba la enfermedad. También se llevó sus secretos (¿quién no los tiene?), aunque me puso al día con anécdotas que yo desconocía de sus padres, de mi pueblo, de su mili, de su vida, en definitiva, de la que me había desconectado en algún momento del pasado y que buscaba recuperar para mantenerlo en la memoria.
Aquel lunes por la mañana, con el coche ya cargado de maletas, con mis hijos y mi mujer dentro porque comenzaban nuestras vacaciones, me llamaron desde el hospital porque mi padre se había fugado. ¿Cómo?, pregunté yo asombrado a la enfermera, quien, muy enfadada con mi padre por su actitud, me dijo que le había asegurado que yo iba a ir a recogerlo y que si él podía esperarme en el hall de la planta, que, en cuanto yo viniese, le firmaba la autorización, algo que, lógicamente, no había sucedido y que, ahora, tras buscarlo durante más de una hora, no lo hallaban y se habían encendido todas las alarmas por las consecuencias médicas y legales que eso podía traer. ¡Ostras! ¿Mi padre? Si casi no se podía mover. ¿A dónde habría ido? Les dije que no avisaran todavía a nadie, que creía que podía saber dónde estaba y que yo me hacía cargo, que lo encontraría y lo llevaría de vuelta.
No tuve dudas. Busqué en internet el teléfono de su bar de cabecera, que en los últimos años se encontraba en la plaza del Museo Reina Sofía, llamé y le pregunté a Luis (mi padre, lo segundo que hacía al llegar a un bar era preguntarle el nombre al camarero, conocedor de que ese primer tuteo como acto de confianza le concedería las mejores cañas para siempre) si mi padre estaba allí. Me respondió con sorpresa que sí, que se lo había encontrado solo sentado en la terraza y que este le había dicho que yo estaba aparcando y que ahora iría, y que, con mi consentimiento, le pusiera la cerveza mejor tirada de su vida. ¡Hala! ¡Mi padre lo había planeado todo! Le confirmé a Luis que ya estaba llegando y que no le perdiera ojo.
Bajé a mi familia del coche y me fui a por él. Nada más llegar, le eché la bronca, yo, pobre y obcecado egoísta, le espeté que necesitaba descansar un poco después de todos esos meses intensos juntos, que por la tarde vendría mi hermano mayor para ocuparse de él durante esos días, que me dejase un poco de aire, que luego ya volvería yo de nuevo a estar con él, que cómo le había hecho eso a la enfermera, que qué hacía bebiendo una cerveza y fumando... y ahí, en ese instante de la innecesaria reprimenda, me detuvo y me dijo mirándome fijamente a los ojos: «¿Porque me voy a morir?». Y caí en la cuenta de mi estúpida actitud. Lo abracé, medio nervioso, medio avergonzado, y entendí que era su verdadera despedida, su manera de decirse adiós antes de bajar el último peldaño de su abandono físico, y que quería hacerlo con sus reglas: una cerveza bien tirada y un cigarro, una pequeña victoria dentro de la inevitable derrota.
Comprendí, me senté y me pedí yo también una al grito de «Luis, ponme la última», a la espera de que mi padre me corrigiese como siempre hacía cuando escuchaba esa expresión diciendo: «Eso nunca se dice, hijo, siempre, la penúltima». Pero esa vez no sucedió. Nos miramos y la garganta se hizo dique, bloqueando las palabras. Me la bebí tranquilamente junto a él, y me lo llevé de vuelta al hospital sin decir nada, como si el silencio fuera poco a poco llenándolo todo.
El día 13 moriría, mientras yo estaba de vacaciones, un día antes de volvernos a ver. Y hoy, a pesar de no haberlo sabido en aquel momento, sé que me tomé, por primera vez, la última con él. Y aquí estoy, emocionado, escribiendo esto con una birra rebosante de espuma en la mano. Porque eso era lo primero que pedía siempre mi padre en un bar: «Una cerveza bien tirada». A tu salud, papá, a la salud de todas las primeras y las últimas veces.
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