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Los que rechazan el matrimonio tratan de representar esa unión como un obstáculo que impide desplegar el espíritu aventurero. Según ellos, el matrimonio es algo demasiado aburrido y rutinario. En él no hay lugar para el riesgo, la improvisación y la sorpresa. Todo transcurre en ... la más terrible monotonía. En cambio, presentan el cambio continuo de pareja como una aventura fascinante. Toda persona valiente y atrevida debe vivirla para demostrar su valor.
Si pensaran un poco se convencerían de lo contrario: el matrimonio bien vivido es una auténtica aventura. Y la aventura consiste en pretender resolver un problema no fácil sacrificando de algún modo la vida tranquila. El cambio frecuente de pareja se basa precisamente en no comprometerse para tener siempre una salida despejada. No se afronta la contrariedad y se huye cuando se presenta la más mínima dificultad.
El amor verdadero, por el contrario, es exigente y no permite retroceder ante las dificultades. Las parejas no casadas prefieren no amar y no arriesgar, no quieren fidelidades ni heroísmos. Cuando un hombre y una mujer se aman de verdad y se casan deciden arriesgarse a descubrir sus defectos. En el fondo están convencidos de que su amor es suficientemente fuerte para asumirlos y darlos un sentido positivo. Donde otros se rinden y cambian de pareja, los casados afrontan la aventura. Porque cuando se enamoraron sabían que surgirían conflictos y que descubrirían defectos hasta entonces latentes. Pero el amor era tan fuerte que no temieron comprometerse y afrontarlos cuando fueran apareciendo.
Estos defectos, lejos de amenazar su vínculo matrimonial, le han dado consistencia y han podido comprobar la fuerza de su amor matrimonial. Por muchos y graves que sean los problemas que vayan apareciendo tuvieron la audacia de creerse más fuertes que ellos y ahora su amor es más vigoroso y tiene raíces más profundas. Lo fácil para ellos hubiera sido no comprometerse, utilizarse mutuamente para satisfacer su libido y abandonarse desde el mismo momento en que algo amenazara su tranquilidad miedosa. Pero, ¿dónde estaría entonces la aventura? ¿Dónde el desafío, el valor y el heroísmo, si es necesario?
Ahora los defensores del cambio continuo de pareja han caído en cuenta de que el desenfreno sexual que promueven pierde su capacidad de atracción por falta de ese carácter romántico y aventurero que tiene el amor. Por ese motivo han recurrido al neologismo y lo llaman 'poliamor' para captar a algunos ingenuos. Desde luego que cada uno es libre de utilizar el lenguaje que desee, pero el 'poliamor' no dejará de ser una enfermedad espiritual. Espero que cuanto más se intente imponer este desorden sexual, más jóvenes verán en el matrimonio una apuesta que merece la pena. El intento mal disimulado por fomentar la promiscuidad sólo logrará conferir al matrimonio un aire contestatario y transgresor que antes no tenía. Pero los jóvenes no se sentirán atraídos por él.
El matrimonio cobra hoy un nuevo atractivo porque a los desafíos que de por sí debe enfrentar quienes se casan se unen la hostilidad de la moda, de las ideologías y los poderes fácticos. Hasta casarse por la Iglesia se convertirá en el lugar ideal para comenzar una comprometedora aventura. Los jóvenes deben saber que cuantos más obstáculos inventen los poderes fácticos para impedir que se casen por la Iglesia, que tengan hijos y que los eduquen como cristianos, tanto más extraordinaria será la batalla y gloriosa la victoria. La historia les ha dejado el escenario perfecto para demostrar su valía, y la historia misma juzgará qué hicieron en esta hora decisiva. Depende de ellos elegir entre el heroísmo o la mediocridad.
Los jóvenes necesitan esperanza. Y no precisamente una esperanza fácil, sino la grandeza de descubrir en la relación hombre y mujer la plenitud de generar una familia. En ella se aprende que la vida la hemos recibido como un don y que estamos llamados a donarnos nosotros mismos. Precisamente es Dios quien nos ha dado la sexualidad para donarnos y acogernos. Por eso tiene nobleza, grandeza y santidad. La promesa que se dan cuando se casan es lo que da sentido al sexo. Los jóvenes no lo quieren vivir como algo inevitable ni para la satisfacción narcisista de uno mismo, sino para generar comunión íntima. Cuando el sexo es un regalo, hace grande la vida. Pueden asumir la aventura del matrimonio porque no están solos. En la pareja se sostienen uno al otro y Dios sostiene a ambos.
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