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Fue el sociólogo estadounidense Philip Rieff (1922-2006) el que acuñó la expresión «sociedad terapéutica» en su libro 'The Triumph of the Therapeutic: Uses of Faith After Freud' (1966).
La incertidumbre y la inseguridad exponen al individuo a sus múltiples carencias y lo hacen objeto ... de innumerables peligros. Marina Garcés señala este miedo como la principal arma de la sociedad terapéutica: el miedo que nos tenemos a nosotros mismos cuando no seguimos las pautas que nos ofrecen los terapeutas, en todas sus formas y acepciones.
La categoría de biopoder fue descrita por el filósofo Foucault como la estrategia mediante la cual el poder se hace cargo de la vida para garantizar la plena regulación de nuestra seguridad, siempre con la finalidad de garantizar la disciplina y, por tanto, aumentar la productividad. Se trata de sujetar la vida para no liberarla, de gestionar su equilibrio precario para no cambiarla. Es el triunfo de la autolimitación que, por supuesto, no nos invita a transformar el mundo sino simplemente a sobrevivir.
La gripe porcina nos ha vuelto a instalar en la alarma internacional. La directora general de la OMS nos aseguró que todavía no había llegado el fin del mundo. Antes fueron el virus VIH, causante del sida, también el ébola. En este sentido, la metáfora vírica es la más adecuada para representar ese miedo global. La forma de transmisión más eficaz para mostrar la vulnerabilidad del mundo y, por tanto, para instaurar la cultura terapéutica como la institución de un nuevo régimen de control social. Esta nueva forma de organización mundial, con sus mascarillas protectoras, controles ciudadanos, encierros, aislamientos y cuarentenas, pone a funcionar un dispositivo de vigilancia, en cierto modo coercitivo, pero que no necesita del castigo porque se basa en el cultivo de la propia impotencia, en un mundo percibido como creciente amenaza.
La disolución de la cultura cristiana ha permitido la emergencia de un nuevo tipo de hombre que quiere afirmarse moralmente sin someterse a ninguna disciplina externa o institucional. Se resiste a asumir y hacer suyas las tradiciones de la moralidad común, y lo que pretende es dejar constancia de su presencia narcisista y de sus emociones. Pero queriendo ser genuino, autónomo y crítico, muerde todo anzuelo que se le presente con sabor terapéutico.
Asistimos a una mutación emotivista de las relaciones públicas que conduce al triunfo de la ideología de la intimidad. «Esta ideología -escribe Sennett- define el espíritu humanitario de una sociedad carente de dioses: el calor es nuestro dios». En lugar de someternos a un ideal de virtud para desarrollar lo que somos hacia lo que queremos ser, nos refugiamos en nuestra interioridad convencidos de que centrarnos en nuestras emociones y sentimientos nos hace más auténticos y seremos. Buscamos ante todo compartir sentimientos. Una emoción es mucho más convincente que un silogismo y un abrazo tiene más categoría que el principio de no contradicción.
Las emociones son tan democráticas que para ellas todo el mundo vale. Sólo el hombre feliz sería un hombre moral. El infeliz, por lo tanto, tiene justificada en su infelicidad su amoralidad. ¿Y quién es el infeliz? Pues alguien a quien no hemos dado un abrazo cuando lo necesitaba. Si lo hubiéramos hecho, si nos hubiésemos detenido a su lado a empatizar con sus problemas, lo hubiéramos entendido y no sería una amenaza para nadie.
La responsabilidad cae siempre del lado del feliz que, si tiene conciencia, está condenado a ser el mayor infeliz, dado que el mundo está plagado de los males que él ha ocasionado con su distancia afectiva respecto a los otros. La religión ya no puede salvar al individuo pues el individuo se ha convertido en su propia religión: cuidar de sí mismo es ahora su ritual, y la salud es el dogma supremo. Por eso acoge con los brazos abiertos a quienes cuidan de sus problemas emocionales y lo tratan como un menor de edad.
Porque los familiares, las amistades, los conocidos, no serían adecuados para ayudar al sujeto a resolver estos graves problemas: es imprescindible la ayuda de los expertos. La transformación del ciudadano en paciente socava las bases de la democracia. El individuo deja de ser racional y carece de capacidad para controlar el poder. Es un ser vulnerable que necesita unos cuidados que solo la Autoridad terapéutica le puede proporcionar y así el Estado se siente autorizado para controlar la vida privada de los ciudadanos y la cultura terapéutica presiona para que los sujetos no gestionen sus sentimientos con recursos propios.
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