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El hombre es un ser construido desde su conciencia, a partir de la cual el yo único da forma a su vida y a las relaciones con lo demás y los otros, es decir, con la naturaleza y sociedad. Somos por tanto una especie compleja ... y única, pero a menudo olvidamos que somos meros replicadores de la vida. En esto no contamos con singularidad alguna, ni somos diferentes de todos los organismos vivos, sean virus, líquenes, plantas o animales.
Todo esto se percibe muy bien cuando se llega a una edad avanzada desde la que se contemplan, con natural desmemoria, las acciones, vivencias, sueños de una vida, y los recuerdos y obras de un oficio pasado. En ese momento vemos que lo más duradero y también autoreconocible de la propia vida es la descendencia. Como también le ocurre al más humilde protozoo, si es que pudiéramos asignarles capacidad de saber que existen.
Nuestra conciencia como individuos, radicada en un sofisticado e híper millonario cruce de neuronas, pudo haber empezado hace 2 millones de años y seguirá impulsada por la flecha del tiempo; ésa que sólo va en una dirección sin posibilidad de rectificación y retroceso hasta que se acabe nuestra especie. La evolución y la selección natural de las que venimos seguirán modelándolo todo con la alianza paciente de larguísimos milenios.
Pero tal vez sea el paso de un ser vivo a otro nuevo la lección más clara de la biología genética, que enseña que la vida arranca de la vida mientras la Naturaleza acaba a medio plazo con aquella anterior vida.
De esta forma le sobreviene al ser humano su tiempo de vejez, como una última gestión de su conciencia individual que sabe de la inevitable muerte.
Pero hablar de vejez hoy tiene su punto de incorrección social. Es una palabra que no gusta y se llena de eufemismos tramposos. La propia estructura económica y social de nuestro 'primer mundo' ha renunciado a tener a sus viejos dentro de sus entornos urbanos y sociales en los que desarrollaron sus vidas. Se les lleva a centros de ancianos apartados en los que se desintegra su participación social de siempre y se les ofrece a cambio de su no molestar un panorama de soledad y desolación. No es una eutanasia cruel, pero tampoco es seguir desarrollando la potencia de la vida.
Si la vejez debe de ser ese tiempo en el que la vida entregue su caudal entre el sonido envolvente de la naturaleza mientras cae silenciosa y aceptada la bruma de nuestro atardecer vital, los hijos también han de ser nuestras referencias próximas, nunca lejanas, que den sentido a nuestra recorrido final.
La traza de nuestra herencia seguirá en descendientes a quienes no les quede ni el recuerdo de nuestra existencia, y también quedará cuando el polvo atomizado de lo que fuimos pase por el fino tamiz de lo infinitésimo. Pero nuestros ojos afrontarán la llegada de una inevitable muerte que no mata del todo si estamos asidos a manos, voces y ruidos familiares. El otro asidero para un más allá desconocido vendrá de la mano de la creencia religiosa de cada uno, terreno en el que se dan hoy agnosticismos razonados pero también demasiados descreimientos y olvidos propios de un materialismo ramplón.
Vista así, la vejez aparece como algo vergonzante que paraliza mentes, relaciones y alegrías. Finalmente, esa ancianidad mutiladora va llevando a las personas hacia la irrelevancia y el silencio social excluyente.
Si las personas exitosas saben, para su frustración, que nada se olvida más rápido que la memoria pública de sus buenas acciones, ¿cómo no saber cualquiera de nosotros que las nuestras son pura pequeñez?
Somos intelecto hasta el final y también somos seres sociales y afectivos hasta ese final. Ese es el plan ante la inevitable irrelevancia: ahondar en las amistades y la familia y no dejar caer nunca la fuerza de la curiosidad intelectual. Hay tanto conocimiento alrededor nuestro con el que sorprenderse y tanta oportunidad de disfrutarlo y compartirlo, que más parece que nuestras vidas, continuadas sin la atadura de los afanes de la vida profesional activa, sean una recreación más del paraíso en la Tierra.
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