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Un viajero, sobre todo en un viaje corto, suele incurrir en la osadía de querer comprender rápidamente lo que ve y rodea. Pero viniendo de España, en México la osadía es menor e incluso inexistente. Poco es ajeno a lo nuestro visto ya desde el ... mismo avión que sobrevuela la capital mexicana. Desde lo alto, la Plaza de toros Monumental, con un ruedo que se ve minúsculo rodeado de infinitos anillos de gradas, es ya un anuncio de esa gran hipérbole urbana de 23 millones de personas que es el Distrito Federal. Además en su marzo templado las jacarandas se hacen omnipresentes mientras aprietan con su azul floral las largas avenidas.
Luego, ya se enseñorea el español dulce y de lenta habla enriquecido por el aroma de sus dos océanos. En México se hace realidad, al primer sonido, el tejemaneje de los ultramares de las Españas entre Filipinas y Cádiz. Pero es que además sus calles, plazas y jardines teatralizan la vida según retículas de trazados urbanos que siguen patrones de la metrópoli. El centro histórico más reconocido del DF, que se expande desde su inmensa plaza, o sus 'colonias' de viviendas de nombres evocadores como Roma o Condesa, te hacen sentir en 'casa'.
En México hay una gran tolerancia integradora que ha cuajado en su civilidad actual. Hay por doquier carteles callejeros que avisan de la severidad de la ley contra cualquier discriminación por raza, lengua, religión o grupo social. Pero también hay un suplicio doloroso de violencia narco que martiriza a la sociedad mexicana. Estudiantes, madres, familias enteras se sienten inermes ante esa confluencia de políticos y traficantes de drogas que asesinan sin escrúpulos.
Pero la gente también vive y se hace dueña de sus calles. Se baila, pasea y canta. Su parque de Chapultepec es una fiesta de familias y ocio mañanero en los domingos. Lagos, museos y avenidas cerradas al tráfico dejan sitio a deportistas, niños y paseantes de todos los tipos. Chapultepec intenta ser una fábrica de oxigeno depurado en una ciudad contaminada hasta hacerte llorar los ojos.
En México, y sobre todo en su capital, no hay opciones contrapuestas. Todo lo que te rodea es como un inmenso orfeón, a veces disonante pero que suena unido. Aunque la ciudad es tan grande que también hay que escoger parcelas.
Una de ellas es su bello Museo de su Historia llamado El Caracol. Se empieza con la expulsión de los jesuitas del año 1777. El virrey español encendió una mecha de descontento entre las familias criollas de origen hispano que ya no se apagaría hasta la independencia de 1808. Antes, en y después de esa independencia, México fue un hervir de sucesos.
Repúblicas nuevas; ofrecimiento a la realeza española para reinstaurar una monarquía independiente; un breve emperador francés trágicamente fusilado; dictaduras; revoluciones populares como la de Madero y Villa, de leyenda romántica pero ahogadas también en violencia; pérdida anterior de Texas, Arizona , California y Nuevo México a manos de los yankees que llegaron a humillar con armas y fuerza a la misma capital; tentativas comunistas; dictaduras; nuevos gobiernos republicanos; acogimientos de refugiados políticos españoles; perennidad política del PRI y corruptelas sistémicas. En este museo se comprende muy bien este país hermoso.
En el próximo julio hay nuevas elecciones en medio de una polarización considerable de la sociedad mexicana. Por un lado está López Obrador, criollo de origen cántabro perseverante en su ensañamiento contra lo hispano. A pesar de que sabe que los males del México actual no vienen del dominio español que acabó hace dos siglos. Por otro lado hay un México político de corte liberal.
Se aprecia en sus medios de comunicación que se trata de la lucha entre una ideología intervencionista de un Estado subvencionador con base en el sospechoso indigenismo populista del Grupo de Puebla, y de un Estado reformista muy mexicano que apoya la iniciativa privada y la ortodoxia de las cuentas públicas.
México necesita salir de su ya duradera tensión social. Ha de librarse de esa imagen de inseguridad de los vehículos militares que vi patrullando la autopista entre la bellísima Guadalajara y el DF. El Gobierno actual dice que ' abre el corazón a los narcos' pero éstos no responden a tanta comprensión. Tal vez haya que revisar la estrategia.
Los colores de México, sus arquitecturas populares, los bares de carretera, los paisajes del altiplano y costas, sean trópico o desierto parece que imitan a las obras coloridas y sencillas del arquitecto jalisqueño Luis Barragán, único premio Pritker ( Nóbel de arquitectura) de México.
En su corta e intensa obra cabe su país entero. Oscar Wilde escribió que la vida imita al Arte y no al revés. Algo de esto se cumple con Barragán y su difícil fusión de lo hispano con el indigenismo local.
Hay pocos países que se parecen al Arte que producen. Esta es una cualidad difícil de tener. Sin embargo México la tiene. Con eso y su vitalidad popular, México, como en la canción, es lindo y querido. Pero sobre todo, irresistible.
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