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No podemos saber si la reacción popular a la muerte de Diego Armando Maradona -dramática e incendiaria en Argentina, como cabía esperar- responde a un duelo reglamentario o si, por el contrario, se trata de una representación artificial, diseñada por los omnipresentes medios. De ser ... así, no supondría algo muy diferente de las exageradas muestras de dolor que nos llegaron, hace casi diez años, desde Pyongyang tras la muerte de Kim Jong-il. El llanto, por supuesto, también puede programarse.
El adiós de Maradona llevaba tiempo instalado en la opinión pública como un acontecimiento que ya había ocurrido en el pasado; concretamente, tras la caída del futbolista en las drogas y su patético deambular, desde entonces, por el mundo. Maradona fue un momento de brillantez deportiva limitado a los años ochenta del siglo pasado y evocado una y mil veces por artistas y locutores. ¿Cuántas veces habremos visto su magnífico gol ante Inglaterra en el Mundial de México 86 relatado por la voz de Víctor Hugo Morales? ¿Cuántas la 'mano de Dios'? Las referencias al argentino tuvieron siempre el aroma del recuerdo amargo de la virtud perdida. Pero al contribuyente también le atrae la posibilidad de unirse al sacrificio del héroe, de comer de su cuerpo entregado. De este modo, su existencia se convierte en otra cosa: en el símbolo de un país y de una manera de ver el mundo. El hombre concreto estorba la construcción del ídolo: la borrachera en Rusia, los abrazos con dictadores, las acusaciones de maltrato. ¿Qué hacer con Diego si ya disponemos del mito aglutinador? Su muerte apenas trastoca los planes de nadie. Seguirán adorando a Gardel, a Evita y a Maradona.
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