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Tenía casi setenta años, era la responsable de una compañía de danza y, con su cuerpo ya visiblemente envejecido, seguía bailando. Lo hacía rodeada de ... bailarines más jóvenes. En mitad del espectáculo, la mujer se plantó en medio del escenario y comenzó a moverse de manera prácticamente imperceptible. En ese momento, con su voz castigada por el tabaco, dijo: Hay que bailar así, sin que se note que estás bailando. A veces, uno encuentra en palabras sencillas la explicación a cosas que son complejas. He olvidado el nombre de aquella bailarina, pero aquello que dijo lo sigo recordando: Hay que bailar así, sin que se note que estás bailando. Me lo repito muchas veces. Es una buena brújula. Cuando uno escribe, por supuesto. Pero también cuando uno cocina o cuando se cuida a alguien o cuando se ama. Hacer sin llamar la atención, sin que casi se note que estás haciendo, hacer casi secretamente. Es una tentación el alarde, mostrar el virtuosismo, hacer la pirueta innecesaria solo para demostrar que eres capaz de hacerla. Cuántas veces se alza la voz cuando no toca solo por ser escuchados y cómo esa voz que se alza acaba restando.
Qué difícil es encontrar la medida exacta de las cosas, el punto de equilibrio del azúcar o la sal, la dosis adecuada de ruido o de silencio, de oscuridad o luz. Qué difícil encontrarte con algo y que tengas la sensación de que nada falta ni sobra. Precisión, exactitud, bailar así, sin que se note que estás bailando. Yo no sé hacerlo, ojalá supiera, no sé cómo se aprende. Pero sé que me parece una buena aspiración, no ya para crear sino para vivir. Cuántas personas viven de esa manera: sin aspavientos, construyendo día a día discretas obras maestras con sus experiencias anónimas, con sus oficios discretos, con su forma de hablar o de escuchar o de conmoverse o de mirar la realidad o de echar una mano a quien lo necesita. Personas que viven verdaderamente la gran vida, esa a la que todo el mundo aspira, aunque lo hacen tan bien que apenas se nota que la están viviendo.
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Ana del Castillo
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